jueves, 5 de diciembre de 2013

Apología de Sócrates



El filósofo y matemático británico Alfred N. Whitehead (1861-1947) afirmó en una de sus obras que la forma más segura de definir la tradición filosófica europea no era más que como una serie de notas a pie de página de la obra platónica. Aunque para muchos dicha aseveración pueda parecer exagerada, es cierto que Platón representa una de las piezas absolutamente indispensables para reconstruir todo un devenir intelectual que dura ya más de dos mil quinientos años si partimos desde el nacimiento de la filosofía.

Es bien sabido que en la biografía del autor de “La República”, el año 407 a.C. tiene un significado muy especial, ya que en dicha fecha conoce al que será su maestro y quien determine su biografía: Sócrates.

Casi diez años después de la mencionada fecha, en el 399 a. C., se produce unos de los hechos más relevantes y conocidos de la historia de la filosofía occidental, el juicio y posterior condena a muerte del citado Sócrates. De su autodefensa ante el tribunal, y su reflexión ante el mismo tras las dos votaciones sobre su culpabilidad o inocencia, tenemos noticias gracias a la “Apología de Sócrates” escrita por el propio Platón.

En este recuerdo de la que posiblemente fuese la primera obra platónica no ahondaré en las cuestiones meramente legales, ni por supuesto podré hacer referencia a toda la enormidad de profundas ideas que jalonan el texto. La intención será acercarnos al carácter socrático que su discípulo plasmó de forma tan sublime en algo menos de cuarenta páginas.

Desde el mismo inicio del texto se nos comienza a dibujar la personalidad del reo, su amor a la verdad con un lenguaje directo y no ornamentado estructurará su discurso, contraponiéndose así al artificio de la retórica usada por sus acusadores. Precisamente en relación al término acusador Sócrates distingue a los “primeros” de los segundos”, los primeros son los que desde hacía mucho tiempo  buscaban extender por Atenas una imagen negativa de él, a la mayoría de éstos los considera anónimos aunque sí se refiere al comediógrafo Aristófanes. Los segundos son los que habían presentado contra él los cargos que provocaron el juicio (corrupción de la juventud, impiedad e introducción de nuevas divinidades), sus nombres han pasado a la Historia; Ánito, Meleto y Licón.

Platón en su Apología, nos muestra a un Sócrates convencido de estar llamado a una misión divina, consistente en la educación moral de sus conciudadanos, él mismo se compara con un tábano que con su aguijón quiere impedir que ese “caballo grande y noble pero un poco lento” (Atenas) se duerma y cierre los ojos a la vida virtuosa que él defiende.

Más que los detalles estrictamente jurídicos como se mencionó anteriormente, nos interesa la vertebración del espíritu socrático que se va desvelando a medida que se avanza en la lectura, Platón quiere honrar a su maestro, quiere subrayar la coherencia de un hombre, que espoleado por el famoso oráculo de la pitonisa de Delfos, consagra su vida a un solo fin: la moral.

Esa decisión, como reconoce en varias ocasiones en su discurso, determinó su vida hasta el punto de no salir de su ciudad más de tres veces (por asuntos militares), y no poderse ocupar de cuestiones prácticas, viviendo por tanto prácticamente en la pobreza. Esto último tampoco supuso un verdadero problema para él, recordemos que una de sus principales lecciones transmitidas fue la de que no nos equivocásemos a la hora de priorizar los valores en los que sustentar nuestras acciones. Lo material, los honores, la fama todo ello son cuestiones fútiles que nos desvían de nuestra verdadera senda que no es más que la preocupación por nuestro interior y por nuestro obrar.

Precisamente ese desprecio de lo material queda ejemplificado en una de las principales diferencias que lo separan de los sofistas, éstos cobraban honorarios (algunos importantes cantidades) mientras que Sócrates no aceptaba pago alguno. En relación a esta cuestión Jenofonte llegó a comparar a dichos sofistas con prostitutas que perdían su libertad de elegir a sus discípulos ya que bastaba con que tuviesen el dinero suficiente, Sócrates sin embargo no habría estado sometido a tal condición al no cobrar nada.

El propio Sócrates, siempre según Platón, expuso durante su juicio casos concretos que confirmarían su moralidad, son ejemplos que además nos acercan un poco más al contexto histórico en el que vivió nuestro personaje. Uno de esos hechos tiene que ver con la batalla de las Arginusas, de ella salieron victoriosos los atenienses, pero los generales fueron encausados ya que volvieron sin recuperar del mar los cadáveres de un grupo de compañeros. En este caso Sócrates, que por sorteo detentaba un cargo público, denunció las irregularidades del proceso, sabiendo a qué se exponía y demostrando su firmeza moral. En línea muy similar también se narra el momento en el que el gobierno de los treinta tiranos intentó obligar a Sócrates a participar en la detención de un demócrata llamado León de Salamina, evidentemente a este requerimiento se negó.

Para Sócrates la filosofía era eminentemente práctica, la ironía, el método inductivo propio de la mayéutica se daba siempre en el diálogo, ese filosofar era realmente para el ateniense su vivir, hasta tal punto que durante el juicio de distintos modos enuncia su negativa a cambiar su forma de vida aunque ello le otorgase su libertad. Vivir es autoexaminarse moralmente a diario y compartir esa experiencia con los demás, si no es así no merece la pena vivir dijo Sócrates ante el tribunal.

Finalmente, ante la cercanía de un veredicto negativo, Sócrates continuó manteniéndose incólume, renunciando a pedir clemencia a los que le juzgaron, y se dirigió seguro de sí mismo hacia la condena que no quiso evitar, la de muerte. Esos últimos momentos de Sócrates que tan bellamente nos legó también Platón en su diálogo “Fedón”.

martes, 26 de noviembre de 2013

Mito y logos. El ejemplo de Némesis



En un blog como éste dedicado a temas de filosofía para alumnos de Bachillerato, se antoja necesario darle también cabida a su histórico predecesor: el mito. Primeramente recordemos la archiconocida idea que sentencia “el paso del mito al logos” como la fórmula explicativa que condensa lo que sería el nacimiento de la filosofía occidental, o dicho más genéricamente el nacimiento del pensamiento racional. Esta opinión queda claramente ejemplificada en el siguiente texto del francés Jean-Pierre Vernant (1914-2007):

“El pensamiento racional tiene una fecha civil, se conoce su fecha y lugar de nacimiento. Es en el siglo VI antes de nuestra era, en las ciudades griegas del Asia Menor, donde surge una nueva forma de reflexión, totalmente positiva, sobre la naturaleza. Burnet menciona la opinión corriente cuando señala a este respecto: “Los filósofos jonios han franqueado la vía que la ciencia, a partir de este momento, no ha tenido más que seguir”. El nacimiento de la filosofía en Grecia, determinaría en consecuencia, los inicios del pensamiento científico; se podría decir: del pensamiento sin más. En la escuela de Mileto, por primra vez, el logos se habría liberado del mito de igual modo que las escamas se desprenden de los ojos del ciego. Más que de un cambio de actitud intelectual, de una mutación mental, se trataría de una revelación decisiva y definitiva: el descubrimiento de la razón”. (J. P. Vernant: Mito y pensamiento en la Grecia antigua, pág 334.)

Habitualmente en las clases de Bachillerato, en relación al mito tienen su sitio a lo sumo dos de los más grandes representantes de la literatura pre-filosófica; Homero y Hesíodo (trasladándonos en ese momento, por tanto, a los siglos VIII-VII a.C.), en sus obras encontramos narrado el acervo mítico del pueblo heleno de la época.

Son asimismo consensuadas las características generales que encontramos en dichas narraciones: son relatos imaginativos o fantásticos (carecen de justificación), encontramos la presencia de personajes legendarios (dioses, héroes),  son de autoría desconocida o colectiva, poseen un carácter tradicional o acrítico y presentan la imagen de un mundo sometido a la arbitrariedad de los dioses y en el que la responsabilidad de los hombres se difumina por causa del destino cuasi inescrutable y de su dependencia a las citadas veleidades divinas.

Ya que el mito en el Bachillerato queda por tanto relegado, en el mejor de los casos, al papel secundario de explicación propedéutica al pensamiento filosófico, pienso que es menester dedicarle algunas entradas a interesantes pasajes del cosmos mítico griego. Sirvan las mismas para disfrutar del μῦθος (mythos) como relato que también buscó, desde luego, dotar de sentido al mundo que nos rodea y a nosotros mismos. Encontramos en los mitos, relatos cosmogónicos, explicaciones acerca de los fenómenos de la Naturaleza (mediante una serie de personificaciones de las fuerzas que la componen), y un acercamiento a la psique y a la condición humana.

Como ejemplo del trasfondo divino que posee la moral en la mitología griega, tenemos el problema de la mesura (μέσος), de la moderación en relación a las acciones y pasiones de los hombres. El orgullo, la soberbia, la insolencia eran excesos que recogía el término griego ὕβρις (hýbris), con esta expresión se hacía alusión a la transgresión de la medida, del equilibrio justo, y eso tenía su castigo divino. Para ello se requería la mediación, la intervención de una divinidad de nombre Némesis, que había sido concebida en solitario por Νύξ (Nix) la noche.

Era pues esta Némesis la encargada de velar por el seguimiento de la máxima délfica que rezaba “μηδέν ἄγαν” (medén ágan), es decir “de nada en demasía”. El orden cósmico no podía verse afectado por los abusos de la especie humana.

Esta idea de la mesura la encontramos posteriormente en autores ya considerados plenamente filósofos, pero sustentándola meramente en el “λόγος” (lógos), es decir en la razón. Baste citar, en orden cronológico a Heráclito de Éfeso cuando en su fragmento 43 nos dice que “Hay que extinguir la insolencia (hýbris) más que un incendio”, posteriormente podemos hacer referencia a la teoría del “término medio” de la que nos habla el estagirita (Aristóteles) en el libro II de la “Ética a Nicómaco” o de la huida de los excesos implícita en la noción de ἀταραξία (ataraxía) tan defendida durante el helenismo.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Enigmas para la semana



En el siglo III d.C. se escribió una importantísima obra en la cual encontramos vastísima información acerca de los filósofos de los siglos pretéritos –desde el siglo VI a.C.-; del autor de la misma se sabe muy poco realmente, así que el primer enigma que debéis resolver simplemente consiste en encontrar el nombre tanto del referido autor como el del título de su obra.

Posteriormente tenéis que acercaros a los tres fragmentos que os presento más abajo –pertenecientes a la obra que ya habréis adivinado- y determinar  de qué pensadores nos habla el autor en cada uno de ellos. Y para finalizar os pido que en breves líneas condenséis la información fundamental sobre el pensamiento de dichos filósofos.
Mucho ánimo, y espero que os sirva este ejercicio de investigación para seguir aumentando vuestros conocimientos

 Los fragmentos son los siguientes:

 
Pasaba una vez él por donde Diógenes lavaba sus verduras, y éste se burlo de él diciéndole: “si hubieras aprendido a mantenerte con esto, no servirías en las cortes de los tiranos”. Contestó él “Y tú si supieras tratar con las personas, no estarías lavando verduras”

 
Cuando en cierta ocasión se iniciaba en los misterios órficos, al decir el sacerdote que los iniciados en tales ritos participan de muchas venturas en el Hades, replicó: “Por qué entonces no te mueres?”. Como uno le reprochara una vez que no era hijo de dos personas libres, dijo: “Tampoco de dos luchadores, pero yo soy un luchador”

 
Vivió hasta los noventa años. Antígono de Caristo cuenta en su obra a propósito de él que al principio carecía de renombre y era pobre y pintor. Se conservan de él unos portadores de antorchas pintados en el gimnasio de Élide, de factura mediocre. Y que se apartaba en sus paseos y vivía en la soledad, mostrándose raramente a sus familiares.(…) Siempre mantenía la misma compostura, de modo que si alguien le abandonaba en mitad de una charla, él concluía la disertación para sí mismo, aunque de joven fue bastante emotivo. Muchas veces, cuenta, salía de viaje, sin advertir a nadie, y vagaba en compañía de los que le apetecía. Incluso una vez que Anaxarco cayó en un pantano, pasó de largo sin socorrerle. Como algunos lo acusaran de esto, el propio Anaxarco lo elogió por su carácter impasible e indiferente.

jueves, 24 de octubre de 2013

Carta a Cristina de Lorena (Galileo Galilei).



Durante mi cuarto curso universitario, el profesor D. Juan Arana nos propuso a los alumnos la lectura de una serie de textos  -cuatro cartas y unos apuntes- de Galileo Galilei (1564-1642) recogidas por Alianza Editorial en un volumen bajo el título “Carta a Cristina de Lorena”. Cuenta además con una magnífica introducción de Moisés González.
Después de releer el citado libro este pasado verano, me ha parecido deseable su recomendación a quienes se acerquen a este blog, y asimismo presentar brevemente las claves de una polémica historia que conllevó finalmente en 1633 la humillación intelectual de uno de los más grandes astrónomos de toda la Historia.
La revolución científica nacida con el heliocentrismo copernicano supone uno  de los episodios más fascinantes de la historia del pensamiento. Actualmente en el temario del primer curso de Bachillerato, aprovechando la explicación de la noción de “paradigma” en Thomas S. Kuhn, incluyo un apartado acerca del desarrollo de la astronomía pre-copernicana desde el s. IV a. C haciendo finalmente también referencia al fundamental año de 1543. Sirva asimismo esta entrada sobre la figura de Galileo como complemento a dicho programa.
Citamos el año 1543 porque es en el que el polaco Nicolás Copérnico publicó (coincidiendo con su muerte) su “De revolutionibus orbium coelestum” traducida como “Acerca de las revoluciones de las esferas celestes”, en esta obra encontramos el giro heliocéntrico que significaría a posteriori el principio del fin del aristotelismo.
Posteriormente, durante la primera mitad del siglo siguiente, Galileo Galilei encarnaría el ideal de hombre de ciencia, que deseando sustentar la misma sobre las evidencias sensibles, contrastaba con la postura de aquellos que se resistían a admitir el fin de toda una concepción del Universo.
Galileo creyó firmemente en el nuevo modelo astronómico heliocéntrico, no solo como instrumento teórico para solucionar distintos problemas prácticos sino como reflejo real de la estructura de los cielos, asimismo estaba convencido de que también Copérnico lo concibió así en su obra.
Para apoyar sus ideas contó Galileo con una herramienta novedosa como era el telescopio, no inventado por él como comúnmente se cree aunque sí fuese el primero en utilizarlo dirigiéndolo al cielo. Gracias a dicho instrumento tuvo constancia de una serie de evidencias como las irregularidades de la superficie lunar, las manchas solares y la existencia de lunas que orbitaban alrededor de Júpiter, que contradecían principios básicos del aristotelismo; en concreto la perfección de las superficies solar y lunar, y el que todos los cuerpos celestes girasen en torno a la tierra.
Precisamente el científico se apoyará en esta clase de observaciones para enfrentarse a los que preferían mantenerse en la creencia geocéntrica únicamente obedeciendo al criterio de autoridad. Pero darle la razón a la visión copernicana suponía  no únicamente renunciar a dos milenios de aristotelismo, sino enfrentarse a una potentísima aliada del pensamiento escolástico: la Iglesia católica. Aquí está la clave del drama que tendría que vivir Galileo, no sólo se opusieron a él ciertos filósofos sino gran parte de la comunidad eclesial.
De hecho la polémica que aborda la obra que recomiendo hoy tiene como temática de fondo los desencuentros entre dicha institución y el científico que fue profesor en Padua, en concreto acerca de las verdades naturales: ¿dónde se encuentra la verdadera guía para llegar a ellas? ¿En la interpretación literal de las Sagradas Escrituras como pensaba la gran mayoría dentro de la Iglesia, o en la información de nuestros sentidos, estructurada con la ayuda de la razón como ya hemos señalado que proponía Galileo?
En la primera de las cartas, destinada ésta a D. Benedetto Castelli colaborador de Galileo, se hace referencia a un conocido pasaje de la Biblia (“Libro de Josué” X, 12-13) en el que se dice que Dios ordenó al Sol que se detuviese para alargar así un día. Este fragmento se solía presentar como prueba irrefutable para la defensa del modelo aristotélico-ptolemaico al presuponer el movimiento solar. Galileo no queriendo caer en herejía alguna negándole su autoridad a las Sagradas Escrituras, pero consciente de que la razón le dictaba una verdad incompatible, adujo que el problema podría hallarse en la interpretación literal que se hace del texto. Pensaba por lo tanto que no había contradicción entre su visión y el texto bíblico.
Como le dice, en otra carta, a Cristina de Lorena, es el deseo de “acomodarse a la capacidad popular” lo que subyace a los casos en los que la Biblia se expresa de modo tal que no es menester su interpretación literal. De hecho según el florentino dicha literalidad incluso nos haría ver ocasionalmente en el texto sagrado “no sólo contradicciones y proposiciones alejadas de la verdad, sino graves herejías e incluso blasfemias”.
Además Galileo añade en estas misivas que lo fundamental del mensaje bíblico gira en torno a aquellas cuestiones que son estrictamente necesarias para la salvación del hombre pero que sobre las cosas naturales, por ejemplo astronomía, que no se encuentran estudiadas con profundidad en el libro sagrado, el hombre debe seguir la guía que marquen sus sentidos y razonamientos.
En defensa de la ciencia Galileo cayó, como acabo de señalar, en el peligroso juego de pronunciar “juicios teológicos”, lo que no hizo más que provocar el rechazo de sus detractores, de hecho es acusado por P. Dini de “entrare in sacrestia” y será en parte causa del proceso de 1633 según nos dice Moisés González.
Galileo demuestra en estas cartas su convencimiento acerca de la autonomía de la ciencia con respecto a la fe, no va contra esta última sino simplemente delimita el campo de acción de cada una. No pensaron así sus acusadores que consiguieron llevarle a juicio inquisitorial y obligarle a abjurar de su principal tesis astronómica.
El error de esa condena no fue reconocido por la Iglesia hasta octubre de 1992, siendo Papa Juan Pablo II; habían pasado 359 años, 4 meses y 9 días.

miércoles, 16 de octubre de 2013

La moral kantiana y el mundo financiero de hoy



El pasado día 12 de octubre el escritor y economista venezolano Moisés Naím publicó un artículo en el diario El País titulado  “A qué le temen los banqueros”, en él nos recuerda que en estos días el mundo de la banca asiste a una serie de reuniones de máximo nivel –sobre todo para sus intereses- como las del Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) y el Banco Mundial (B.M.). Tras dar cabida en el texto tanto a las reticencias que dicho colectivo provoca en el ciudadano de a pie como a los problemas reales, que según el autor, aun tienen a la banca en una suerte de equilibrio sobre el abismo, Naím hace referencia cómo ciertos temas que protagonizaron en un pasado reciente dichas reuniones están dando paso a otros que en el presente se están imponiendo.

Deseo centrarme concretamente en una de esas cuestiones que de forma novedosa están ganando espacio en las agendas tratadas en la cúspide del mundo financiero; la desigualdad social, o como se nos dice en el texto “la inequidad económica”. De momento suena todo muy bien, pero claro, hay algo que se deja entrever en el texto y que será clave para esta entrada de blog, y es la posibilidad de que esa preocupación por la injusticia no nazca de un sincero deseo de equilibrio y justicia social por parte de los banqueros, sino que realmente lo que preocupase fuese dicho problema únicamente como fuente y causa de posibles revueltas y conflictos sociales que a su vez pudiesen hacer empeorar aun más la débil situación por la que atraviesan muchos países, y por ende acabar afectando a sus intereses.

De hecho el artículo finaliza de una forma realmente sintomática, en la que observamos cómo el sentimiento fundado en una “realpolitik” –la política pragmática pura y dura al margen de corsés teóricos y éticos- parece imponerse a una concepción moral del asunto del que se nos habla.

En dicho fragmento conviene reseñar la esencial importancia tanto de expresiones como  “no importa si…”  o como ese “lo interesante es…” para evidenciar que, en un primer momento, no es de la buena voluntad de lo que aquí se habla.

“Finalmente, una cuestión que surge cada vez con más frecuencia es la desigualdad. En los círculos financieros hay más conciencia de que la inequidad económica, la exclusión social y otros tipos de injusticia ya no pueden ser tolerados o encubiertos como en el pasado. Los banqueros no tienen soluciones para esto. Pero es muy llamativo que en las reuniones donde la principal preocupación es cómo hacer más dinero, ahora aparezca de manera recurrente la preocupación de cómo hacer para que la inequidad no se convierta en una fuente de inestabilidad.

No importa si esta preocupación se debe a que hay más conciencia social entre los banqueros o a su miedo a que los estallidos sociales perjudiquen sus negocios. Lo interesante es que un tema que antes no formaba parte de estas conversaciones ahora es omnipresente” (Moisés Naím)

 

Aprovechemos este planteamiento para recordar nociones básicas de la moral de I. Kant. La buena voluntad del hombre de la que nos habla el pensador de Königsberg (“Es imposible imaginar nada en el mundo o fuera de él que pueda ser llamado absolutamente bueno, excepto la buena voluntad” nos dice el filósofo) no puede estar en ningún momento dirigida por el interés. La buena voluntad actúa siempre “por deber”, y esto no significa más que la necesidad que tiene de respetar la ley moral que emana de la propia razón.

La ley moral que es universal, no admite la idea de un bien supremo establecido empíricamente (a posteriori) como el que quizás tengan las personas reunidas estos días en Washington –por ejemplo el beneficio particular de sus negocios financieros-. Kant sólo admite como realmente morales las acciones hechas “por deber” (y que respetan las distintas formulaciones del imperativo categórico) no las realizadas “conforme al deber” es decir, las que “aparentemente” cumplen con la moralidad, pero esconden realmente un miedo egoísta a indeseables consecuencias que nos afectarían personalmente.

Las formulaciones más conocidas del imperativo categórico (mandato moral no hipotético sino necesario) Kantiano, donde además se hace patente que nunca el interés propio debe ser motor de nuestras acciones, son las siguientes:

“Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal".

"Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio".

Por lo tanto, efectivamente, y sorprende en un primer momento gratamente, el problema de la desigualdad social se ha introducido en las reuniones de alto nivel de las que hablamos, pero cabe la posibilidad (espero sinceramente que no) de que no por una sincera, honesta y moral preocupación por los más desfavorecidos, sino simplemente por miedo a las consecuencias globales de manifestaciones y revueltas –no debemos olvidar las imágenes del Brasil (emergente) de este pasado verano durante la celebración de la copa confederaciones de fútbol-.

Añadir además, ya para finalizar, la importancia de la reflexión moral kantiana que nos impele a investigar el “cómo deben ser”  nuestras acciones y nuestro mundo, e intentar conseguir esa anhelada transición del deber-ser al ser; es decir no olvidar nunca el intento de hacer factible la utopía moral. Partiendo de un estudio a priori (condición para la universalidad) de la razón, llegar a una mejora del mundo factual de hechos en el que nos movemos a diario.

 Os dejo el enlace que os lleva al artículo completo de Moisés Naím:

martes, 8 de octubre de 2013

El Titanic de Joseph Conrad



JOSEPH CONRAD

EL TITANIC

 
El escritor británico de origen polaco Joseph Conrad (1857-1924) trabajó durante años como marino mercante, esa experiencia que impregna su obra literaria provocó asimismo que sintiera un vivo interés por la celebérrima tragedia acaecida en el Atlántico Norte el 15 de abril de 1912: el hundimiento del Titanic.

La editorial Gadir pone a nuestra disposición la posibilidad de acceder a dos textos de Conrad escritos para la English Review en el mismo año 1912. El volumen incluye un interesante prólogo de Fernando Baeta que subraya cuáles son los resortes que movieron al antiguo marinero a involucrarse en la polémica.

Ambos artículos rezuman saber acerca del tema tratado, el escritor inmerso durante años en el mundo del mar usa esa perspectiva privilegiada para realizar un verdadero examen moral acerca del ser humano y en concreto sobre una época que se asomaba a su fin.

El Titanic con sus 269 metros de eslora, su altura equivalente a once pisos y sus 52.310 de peso se erigió según Conrad en la representación material del orgullo y la soberbia humana. La historia del fin de la prestigiosa nave escondería, por tanto, una serie de muestras esenciales sobre la condición humana. En un mercado naval que todavía copaba los viajes entre Europa y América la lucha entre compañías por destacar sobre el resto se había convertido en una verdadera guerra, de hecho en esos años se concedía la famosa cinta azul (Blue Ribbon) a la naviera a la que perteneciera el barco que cruzase el Atlántico en menos tiempo.

La jerarquía axiológica de la que se hace eco el escritor británico es evidente, primaba la economía y el negocio, es decir el mercantilismo a ultranza; de hecho el Titanic, junto con otros dos navíos tenía como finalidad mejorar las finanzas de la debilitada White Star Line (compañía a la que perteneció durante su breve vida) que necesitó de inversores norteamericanos para llevar a cabo el proyecto.

La fórmula fue muy simple, aunar grandiosidad y lujo sin límites para atraer a las grandes fortunas del momento y obviar las sencillas, razonables y mínimas medidas morales y de ingeniería. Estas últimas en opinión de Conrad eran realmente simples, el desproporcionado tamaño y peso del barco se antojaron necesarios para albergar un verdadero “hotel de lujo” pero a la vez constituyeron una trampa mortal a la hora de navegar. Las morales son quizás las más conocidas para todos nosotros; no había botes salvavidas para todos, y existió una ignominiosa discriminación con la segunda y sobre todo la tercera clase a la hora de la ubicación y posterior evacuación del navío.

La idea básica que se desprende de estos escritos es la de una reflexión acerca de una noción acrítica de progreso. Conrad desarrolla una denuncia que podemos relacionar con la teoría crítica de Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor W. Adorno (1903-1969), la denuncia de las consecuencias de una creencia en las posibilidades casi sin límites de la razón con el fin de dominar la Naturaleza y así acrecentar el poder del hombre. Es dicha creencia la que parece dar síntomas de necesitar una reconsideración cuando la Naturaleza sigue mostrando su cara más desafiante como por ejemplo en la muerte de 1.517 personas en un naufragio como el del Titanic.

Sobre el devenir de esa concepción moderna de progreso, la teoría crítica nos advierte que el hombre puede alejarse del ideal emancipador y caer en una telaraña de la que le sea imposible salir –nos encontraríamos con la indeseable transición de la deseada liberación de los hombres a la alienación de los mismos-. Así, la historia de la gestación y del hundimiento del Titanic representarían el fruto de una razón meramente instrumental, que no tiene en cuenta, que no problematiza los fines perseguidos, dichos fines son tomados como absolutos y buscar e idear su consecución se convierte en lo único verdaderamente “racional”. Los artículos a los que me estoy refiriendo parecen ser una llamada de atención, que desgraciadamente no tuvo éxito alguno en su momento, Baeta en su prólogo nos dice: “La tragedia del Titanic no solo fue el hundimiento de uno de los sueños más grandes jamás creado por el hombre hasta entonces, fue por encima de todo, el violento despertar de una ambición, el naufragio de una época, el aniquilamiento de una forma de vivir y de ver la realidad”.

No olvidemos asimismo, y es interesante recordarla, esa imagen común de la navegación como símil de la vida del hombre, en este caso la descomunal nave podría representar a toda una concepción de la razón, de los medios y fines que el hombre considera en su vida. Por ello podemos usar la tragedia de 1912 como símbolo de un fin de época o incluso de siglo, no olvidemos que tan solo dos años después estallaría la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y que historiadores como Eric Hobsbawn señalan la Gran Guerra como el verdadero comienzo del siglo XX y de un nuevo periodo dentro de nuestra Historia.

Para finalizar únicamente quedaría plantear una importante cuestión: ¿qué ha aprendido el hombre, si efectivamente podemos hablar de algo, de los sucesivos naufragios a los que ha asistido desde ese “amanecer” del siglo XX?

miércoles, 27 de febrero de 2013

El existencialismo es un humanismo (fragmentos).


Aprovechando que en clase hemos prácticamente terminado el estudio de la selección de textos pertenecientes a Unas lecciones de Metafísica de J. Ortega y Gasset, y que hoy comienza el puente, a mis alumnos de primer curso de Bachillerato les brindo la oportunidad de disfrutar de la lectura de Jean Paul Sartre durante estos días sin clase.

Concretamente los textos se encuentran en la obra -en realidad una conferencia de Sartre dada a mitad de la década de los cuarenta del pasado siglo- titulada El existencialismo es un humanismo.

Feliz y provechosa lectura.



EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO (SELECCIÓN). JEAN PAUL SARTRE.



Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.

Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino.

En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.

El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define.

El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho.

Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.

(…) Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas.

Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. (…)

El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser.

viernes, 1 de febrero de 2013

¿Por qué la guerra? (II)


El pasado mes de diciembre escribí en este blog acerca de la pregunta planteada por A. Einstein, teniendo como marco un encargo de la Sociedad de Naciones, a S. Freud sobre la posibilidad de liberar al ser humano del destino que le une a la guerra. En aquella ocasión presenté de forma resumida la carta que incluía la citada cuestión, en dicho texto el premio Nobel de Física se aventuraba a esbozar un posible camino que nos condujera a la respuesta buscada.

Para esta segunda entrada he estimado oportuno esperar el tiempo necesario para llegar en mi temario de primero de Bachillerato a la explicación de la teoría psicoanalítica freudiana, y ahora, por tanto, es el momento de comentar la respuesta que el autor de “La interpretación de los sueños” escribe a Einstein en septiembre de 1932.

En su escrito, Freud, tras mostrar cierta sorpresa por la pregunta que se le plantea, explicita que dirigirá la respuesta a la misma hacia la perspectiva psicológica –como había intuido el propio Einstein-del conflicto bélico enraizado en nuestra naturaleza.

Como introducción se referirá sucintamente a la relación entre derecho y fuerza, tema que ya había tratado en “El malestar en la cultura” (libro publicado en 1930), la tesis que mantiene comienza señalando que en los albores de la humanida la fuerza física fue la única fuente de poder dentro de las protosociedades. Será posteriormente la razón, la que decante la balanza de los conflictos, esa razón -al servicio de la violencia- será también la que llegue a una primera victoria sobre la pulsión violenta, cuando disfrace de "respeto a la vida del enemigo" la apropiación, no la eliminación, del sujeto, del contrincante para el beneficio del victorioso.

Según Freud, en un episodio posterior de nuestra “evolución cultural”, la violencia, siempre presente en nuestra vida, se metamorfoseó en derecho. Es decir, las leyes, al fin y al cabo, no responderían más que al deseo de control por parte de una mayoría, que intenta así sofocar cualquier levantamiento violento -consustancial al ser humano- que protagonice cualquier individuo -una parte del todo que significa el grupo social-.

Al igual que en la entrada dedicada a la misiva de Einstein, aparece aquí el recuerdo de Thomas Hobbes, el británico vivió en primera persona el convulso siglo XVII de su nación, y ello lo persuadió de que la comunidad, la sociedad, debe luchar sin tregua contra uno de sus principales enemigos: la sedición.

Freud, sabe que esto plantea un problema, en la práctica el desnivel existente entre las condiciones de vida de los miembros del grupo, y la diversidad de grados de poder en el mismo, hacen peligrar esa teórica estabilidad; de ahí que, eso sí, sin creer realmente en ello, cite el proyecto bolchevique como modelo utópico de esa pretendida igualdad que eliminaría la violencia entre los hombres.

Aunque de modo algo ambiguo el autor introduce momentáneamente una diferencia entre distintos tipos de conflicto, dándole cierto respaldo a aquellos que han servido de origen a entidades políticas más amplias y que han conseguido una paz estable, aunque acto seguido reconoce que esas soluciones han tenido finalmente un límite temporal, así que tampoco se identifican con esa vía que nos lleve a la paz perpetua kantiana. Como uno de los ejemplos más cercano a nosotros en el tiempo de esta última consideración freudiana, baste recordar la génesis y destrucción durante el siglo XX de la antigua Yugoslavia, el propósito pacificador paneslavo de su creación y su trágico fin.

Pero la mayor aportación personal de Freud al tema tratado se da cuando expone brevemente su teoría de las pulsiones. El término pulsión, entendido como impulso connatural al hombre, y relacionado con lo más atávico de nuestro ser, se relaciona con la agresividad –e incluye aquellos que tienden a la destrucción- y con la sexualidad –albergando los que buscan la unión y la conservación-. Este primer y claro acercamiento es completado, complicado, posteriormente. En efecto, textualmente se nos dice que “casi nunca puede actuar aisladamente una de las dos clases de pulsiones”, he aquí un claro caso: en ocasiones nuestra conservación demanda la aparición de la pulsión agresiva. A lo dicho anteriormente debemos sumar la siguiente reflexión expuesta así en el texto “es sumamente raro que un acto sea obra de una única tendencia pulsional”.

Debido a ello, Freud reconoce que por ejemplo en el caso, tan repetido en la Historia, de la obediencia de la mayoría al llamamiento a la guerra de sus dirigentes, se mezclarían motivos tanto “nobles” como “bajos”. Por poner un caso, podemos pensar en guerras de religión, en las que se sumarían ideales de tipo religioso con tendencias destructivas inherentes al ser humano. Porque desde luego el autor es absolutamente diáfano cuando dice refiriéndose a los motivos normalmente ocultos que “seguramente se encuentra entre ellos el placer de la agresión y de la destrucción: innumerables crueldades de la historia y de la vida diaria destacan su existencia y su fuerza”.

Aquí esta el problema nuclear, la pulsión de destrucción que no es más que la pulsión tanática de autodestrucción proyectada al exterior, y además resulta necesaria para la conservación del individuo, para evitar su aniquilación. La solución estaría en una sublimación de la pulsión de destrucción -necesaria como hemos dicho- es decir la canalización o desvío que evite la propensión a la guerra. Conseguir, por lo tanto, satisfacer dicha pulsión sin que ello conlleve el ataque y destrucción de los otros individuos.

Resulta de enorme interés el espacio dedicado a una posible solución al problema central de la correspondencia epistolar, y que posee un marcado carácter platónico. Escribe Freud, “La situación ideal sería, naturalmente, la de una comunidad de personas que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón”. En términos propios del filósofo griego, esto significaría que nuestra parte racional (Lógos o Nous) dominarían –con la ayuda de la parte anímica (thymós)- hasta someterla a nuestra parte concupiscible (epithymía).

Freud, al fin y al cabo, lo que va a reconocer es que esa posible vía de solución al conflicto pasa por la “evolución cultural” que se da en el hombre desde “tiempos inmemoriales”. Enlazando de nuevo con temas tratados en la obra ya citada “El malestar en la cultura” observamos como la cultura progresivamente va actuando como aquietadora (mediante la fuerza de los valores morales) de las pulsiones del ser humano.

De forma paulatina, en opinión de Freud, el conflicto naturaleza-cultura se estaría decantando hacia la segunda, por lo tanto la moral y la conciencia-el superyó- irían fagocitando lo que de impulsos naturales primitivos fuera quedando en nosotros. Es una forma de explicare el fenómeno del pacifismo como se nos dice en el texto, la cultura provocaría así la mutación hacia una nueva naturaleza humana que rechazaría “visceralmente” la guerra.

La carta finaliza con la opinión de Freud acerca de que aunque no sepamos qué tiempo será necesario para que el pacifismo cale en todos los hombres al triunfar esta neonaturaleza, sí desde luego parecería una solución no utópica y por lo tanto factible.

lunes, 28 de enero de 2013

Thomas Hobbes y el Estado.


¿Qué es lo que hace necesaria, según Hobbes, la existencia de esa entidad política que llamamos Estado? La respuesta es muy clara para el filósofo británico: la naturaleza humana, una naturaleza que posee como rasgo esencial el egoísmo, como bien señala Enrique Tierno Galván en el prólogo a una recopilación de textos del autor británico “La naturaleza en su plenitud y complejidad tiende a sobrevivir. En el animal hombre, la tendencia a sobrevivir se llama egoísmo”.

Al comienzo del capítulo diecisiete de su magna obra Leviatán encontramos el recuerdo de una idea fundamental de la teoría social hobbesiana (que aparece explicada cuatro capítulos atrás), dicha idea no es otra que la de la utilización de una hipótesis explicativa con la finalidad de evidenciar la necesidad de llegar a un pacto de sumisión que conformaría la base de la creación del Estado. La hipótesis (ya que Hobbes no cree realmente en su existencia histórica) explicativa es la siguiente: la situación del hombre en un estado de naturaleza o presocial, es decir en la que no existiera cuerpo legal alguno, vendría definida por la llamada situación de “guerra de todos contra todos” (Bellum omnia omnes). Sin ley no habría ilegalidad, sin justicia no habría injusticia.

Esta situación sería el resultado del desarrollo natural de las pasiones humanas que como dice Hobbes de ellas “nos inclinan a la parcialidad, al orgullo, a la venganza, y demás”, no olvidemos que en el Leviatán el autor utiliza la celebérrima máxima del comediógrafo latino Tito Marcio Plauto (254-184 a.C.) “Homo homini lupus (est)” es decir el hombre es un lobo para el hombre.

Cuando no hay poder que coarte la libertad de cada uno de los hombres la naturaleza de los mismos se manifiesta, hemos dicho, sin ningún tipo de impedimento, y la ley de la supervivencia se pone de manifiesto.

Será el miedo al castigo que emana del poder estatal lo que coarte al hombre y le haga “cumplir sus convenios y a observar las leyes de naturaleza”. Dichas leyes de naturaleza “justicia, equidad, modestia, misericordia, y en suma el hacer con los demás lo que quisiéramos que se hiciera con nosotros” son contrarias a nuestras pasiones naturales.

Observamos en este planteamiento hobbesiano que la problemática planteada podría redefinirse en el enfrentamiento entre naturaleza y cultura. Partimos de un primer diagnóstico acerca de la naturaleza humana, diagnóstico que se asemeja al que se encuentra en algunos sofistas y siglos después del autor del Leviatán en A. Schopenhauer y en S. Freud, y que nos asoma a una consideración eminentemente pesimista de la naturaleza intrínseca al ser humano (en oposición, un siglo después, J. J. Rousseau nos legará otra diametralmente distinta).

Cito a Schopenhauer porque en el Leviatán se dice “La felicidad es un continuo progreso en el deseo; un continuo pasar de un objeto a otro. Conseguir una cosa es sólo un medio para lograr la siguiente (…)”, y ello nos conduce siglos más tarde a la Voluntad schopenhaueriana como esencia de la naturaleza y que en el hombre se manifiesta como continuo deseo

En el caso de Hobbes es esa “peligrosa” condición humana y sobre todo el reconocimiento de la misma la que lleva a “producción” del artificio en que consiste el Estado, hay por tanto que comprender que es lo artificial, lo que no es mera Phýsis (naturaleza) en donde reside la posibilidad de emancipación del ser humano.

Aquí el término emancipación debe ser analizado detenidamente, ya que en todo momento Hobbes cuando habla del pacto que da lugar a la conformación del Estado por institución subraya que en ese paso los hombres renuncian a la libertad que les es inherente naturalmente, hay una renuncia al poder actuar sin límite en nuestra relación con los demás, pero precisamente en esa renuncia a la libertad está la posibilidad de liberación de la insostenible situación descrita como guerra de todos contra todos.

Por lo tanto artificio frente a naturaleza, razón frente a instinto, en fin volviendo la vista al apasionante dilema griego “nómos” frente a “phýsis”, es la idea de la necesidad del poder político que va contra la naturaleza (al igual que siglos después Freud reconocerá la necesidad de que un artificio como la moral –su superyó- frenara las pulsiones naturales –del ello-).

Esta aplicación de la razón según Hobbes es la que subyace al pacto citado anteriormente en el que el poder se transfiere a un hombre o a una asamblea de hombres como dice en el texto, mediante dicho pacto de cada hombre con cada hombre, el poder por lo tanto se concentra evitándose así las seguras luchas intersubjetivas que se producirían por los intereses particulares de cada uno.

Hobbes defenderá un Estado fuerte que detente el poder absoluto y que coarte a los súbditos pero a la vez teniendo como finalidad el bien común.

Vayamos por partes, las características que evidencian el poder absoluto del monarca o de la asamblea son numerosas, por ejemplo el que el soberano no forme parte del pacto y por tanto ninguna de sus acciones pueda considerarse como contraria al mismo, pero sin embargo ningún ciudadano pueda pensarse ajeno al pacto. Asimismo y en relación anterior se tiene por supuesto que ninguna acción del soberano podrá ser interpretada como injuriosa para la colectividad ya que en el pacto se supeditó la voluntad del conjunto al arbitrio del monarca o de la asamblea, por tanto no pueden existir represalias por parte del pueblo hacia el poder en ningún caso “haga lo que haga el que manda no debe castigársele” se nos dice en De Cive.

Estos apuntes nos representan lo que comúnmente llamamos un “pacto de sumisión” del que emana la figura del individuo como súbdito, y en el que se crea una relación entre un poder total y una colectividad que como diría I. Kant se encontraría en una manifiesta situación de minoría de edad. Al renunciar a su libertad al nivel deseado por Hobbes el hombre queda a expensas, sin posibilidad alguna de protesta, de las decisiones de quien detenta el poder.

Es evidente la distancia que separa esta figura política del súbdito con respecto a la del ciudadano que comenzará a fraguarse poco tiempo después y que desembocará en la actualidad en la ciudadanía de las democracias que existen en el mundo, donde (aun pudiendo existir voces disonantes) la fuerza de dicha ciudadanía condiciona el poder político como se ha demostrado en situaciones concretas. En la teoría hobbesiana el poder se encuentra concentrado en su totalidad, y se defiende por lo tanto una visión diametralmente opuesta a la que sostendrá Montesquieu un siglo más tarde cuando se muestre partidario de la división de poderes.

Asimismo recordamos que es necesario el poder de coacción del Estado, en De Cive se nos habla de la “espada de la justicia” símbolo que hace referencia a esa potestad legislativa y judicial que le ha sido otorgada en el pacto a la cabeza de ese Leviatán (nombre de un animal bíblico que simboliza al Estado). Esa espada representa el poder de castigar a quien no obedece, es el poder de intimidación lo que realmente introduce la posibilidad de una vida armónica. En este punto Hobbes es extremadamente categórico: los acuerdos son meras palabras, lo que realmente otorga el poder es dicha “espada” que separa al monarca o asamblea del resto. Desde un punto de vista moral la visión de Hobbes es extremadamente interesante y marca la distancia existente entre aquélla y la política; aquí no se encuentra una preocupación por elaborar, al modo kantiano, una moral verdaderamente autónoma, no importa que el súbdito no interiorice auténticamente sus obligaciones como morales, sino simplemente la obediencia por el miedo a ser castigado, de hecho incluso esto se lleva al campo religioso, también en ese terreno, por el bien común, aunque sea de manera únicamente pública se ha de obedecer lo dictado por el soberano.

Esto es verdaderamente importante, ese miedo es asumido por el hombre, tolerado por cada uno de los individuos únicamente porque también limita a los demás y así le permite satisfacer esa volición esencial de la supervivencia de la que hablamos al principio, el hombre como el resto de la naturaleza tiende a ello idea muy parecida encontramos en el concepto de “conatus” de Spinoza ese deseo, esa fuerza que toda entidad demuestra que tiene como finalidad mantenerse en su ser.

Es decir, admito que se me limite extremadamente mi libertad porque a la vez se les limita a los demás, el gobierno hobbesiano que ostenta el poder absoluto, sin embargo debe demostrar equidad, no puede admitir la arbitrariedad. Hobbes, teniendo en cuenta su experiencia biográfica, teme sobremanera el desorden en el grupo social, la revolución “… return to the confusion of a desunite multitude”, por lo tanto insisto, ese poder absoluto debe transmitir la sensación de igualdad entre los súbditos, así, como pensaba Hobbes, todas las limitaciones serán entendidas como un mal menor. Sería lo mismo que decir: bienvenidas las limitaciones provenientes del pacto ya que esta situación parece garantizar adecuadamente la ley fundamental de la supervivencia, como dice el filósofo los problemas o inconvenientes de la situación post-contractual no son nada, son incomparables con la posible situación anárquica descrita como natural o presocial o a una situación de revuelta; de hecho la temática fundamental de la política de este filósofo se encuentra en el problema de la constitución de la sociedad y el de la evitación de la guerra civil.

Hasta aquí presento las líneas que a mi criterio servirían para la comprensión sucinta de las principales ideas políticas de Th. Hobbes, para finalizar, o si se prefiere como punto de partida a una reflexión más interesante y no tan académica me gustaría reseñar otras palabras de Enrique Tierno Galván que muestran esa visión de las implicaciones del pensamiento aquí presentado que normalmente no aparece en los manuales.

“Desde luego Hobbes defendía la monarquía absoluta y estaba convencido de que era la mejor forma de gobierno, pero la monarquía absoluta no es una consecuencia de los principios lógicos del pacto político fundamental ni implica un ejercicio arbitrario y por completo personal del poder. De los principios lógicos del pacto se deriva cualquier forma de gobierno, y el proceso histórico del pensamiento político posterior demuestra que en la teoría hobbesiana del pacto estaba incoada la moderna teoría democrática”.

Debemos pensar que (salvando múltiples y evidentes diferencias, v.g. la separación de poderes) en la democracia actual también “transferimos” el poder a una persona (sistema presidencialista) o a un parlamento; nosotros pactamos el asumir unos resultados electorales, y poseemos unas leyes que sirven de coacción para evitar seguros y gravísimos conflictos sociales. No se trata de decir que el autor del Leviatán era un adalid de la democracia, eso no es así, pero en una lectura contemporánea del texto podemos identificar los rasgos de hoy que nos unen con la obra hobbesiana.