Durante mi cuarto curso
universitario, el profesor D. Juan Arana nos propuso a los alumnos la lectura
de una serie de textos -cuatro cartas y
unos apuntes- de Galileo Galilei (1564-1642) recogidas por Alianza Editorial en un volumen bajo el título “Carta a Cristina de
Lorena”. Cuenta además con una magnífica introducción de Moisés González.
Después de releer el citado libro
este pasado verano, me ha parecido deseable su recomendación a quienes se
acerquen a este blog, y asimismo presentar brevemente las claves de una
polémica historia que conllevó finalmente en 1633 la humillación intelectual de
uno de los más grandes astrónomos de toda la Historia.
La revolución científica nacida
con el heliocentrismo copernicano supone uno
de los episodios más fascinantes de la historia del pensamiento.
Actualmente en el temario del primer curso de Bachillerato, aprovechando la
explicación de la noción de “paradigma” en Thomas S. Kuhn, incluyo un apartado
acerca del desarrollo de la astronomía pre-copernicana desde el s. IV a. C haciendo
finalmente también referencia al fundamental año de 1543. Sirva asimismo esta
entrada sobre la figura de Galileo como complemento a dicho programa.
Citamos el año 1543 porque es en
el que el polaco Nicolás Copérnico publicó (coincidiendo con su muerte) su “De
revolutionibus orbium coelestum” traducida como “Acerca de las revoluciones de
las esferas celestes”, en esta obra encontramos el giro heliocéntrico que
significaría a posteriori el principio del fin del aristotelismo.
Posteriormente, durante la
primera mitad del siglo siguiente, Galileo Galilei encarnaría el ideal de
hombre de ciencia, que deseando sustentar la misma sobre las evidencias
sensibles, contrastaba con la postura de aquellos que se resistían a admitir el
fin de toda una concepción del Universo.
Galileo creyó firmemente en el nuevo
modelo astronómico heliocéntrico, no solo como instrumento teórico para
solucionar distintos problemas prácticos sino como reflejo real de la
estructura de los cielos, asimismo estaba convencido de que también Copérnico
lo concibió así en su obra.
Para apoyar sus ideas contó
Galileo con una herramienta novedosa como era el telescopio, no inventado por
él como comúnmente se cree aunque sí fuese el primero en utilizarlo
dirigiéndolo al cielo. Gracias a dicho instrumento tuvo constancia de una serie
de evidencias como las irregularidades de la superficie lunar, las manchas
solares y la existencia de lunas que orbitaban alrededor de Júpiter, que
contradecían principios básicos del aristotelismo; en concreto la perfección de
las superficies solar y lunar, y el que todos los cuerpos celestes girasen en
torno a la tierra.
Precisamente el científico se
apoyará en esta clase de observaciones para enfrentarse a los que preferían
mantenerse en la creencia geocéntrica únicamente obedeciendo al criterio de
autoridad. Pero darle la razón a la visión copernicana suponía no únicamente renunciar a dos milenios de
aristotelismo, sino enfrentarse a una potentísima aliada del pensamiento
escolástico: la Iglesia católica. Aquí está la clave del drama que tendría que
vivir Galileo, no sólo se opusieron a él ciertos filósofos sino gran parte de
la comunidad eclesial.
De hecho la polémica que aborda
la obra que recomiendo hoy tiene como temática de fondo los desencuentros entre
dicha institución y el científico que fue profesor en Padua, en concreto acerca
de las verdades naturales: ¿dónde se encuentra la verdadera guía para llegar a
ellas? ¿En la interpretación literal de las Sagradas Escrituras como pensaba la
gran mayoría dentro de la Iglesia, o en la información de nuestros sentidos,
estructurada con la ayuda de la razón como ya hemos señalado que proponía Galileo?
En la primera de las cartas,
destinada ésta a D. Benedetto Castelli colaborador de Galileo, se hace referencia
a un conocido pasaje de la Biblia (“Libro de Josué” X, 12-13) en el que se dice
que Dios ordenó al Sol que se detuviese para alargar así un día. Este fragmento
se solía presentar como prueba irrefutable para la defensa del modelo
aristotélico-ptolemaico al presuponer el movimiento solar. Galileo no queriendo
caer en herejía alguna negándole su autoridad a las Sagradas Escrituras, pero
consciente de que la razón le dictaba una verdad incompatible, adujo que el
problema podría hallarse en la interpretación literal que se hace del texto.
Pensaba por lo tanto que no había contradicción entre su visión y el texto
bíblico.
Como le dice, en otra carta, a
Cristina de Lorena, es el deseo de “acomodarse a la capacidad popular” lo que
subyace a los casos en los que la Biblia se expresa de modo tal que no es
menester su interpretación literal. De hecho según el florentino dicha
literalidad incluso nos haría ver ocasionalmente en el texto sagrado “no sólo
contradicciones y proposiciones alejadas de la verdad, sino graves herejías e
incluso blasfemias”.
Además Galileo añade en estas
misivas que lo fundamental del mensaje bíblico gira en torno a aquellas
cuestiones que son estrictamente necesarias para la salvación del hombre pero
que sobre las cosas naturales, por ejemplo astronomía, que no se encuentran
estudiadas con profundidad en el libro sagrado, el hombre debe seguir la guía
que marquen sus sentidos y razonamientos.
En defensa de la ciencia Galileo
cayó, como acabo de señalar, en el peligroso juego de pronunciar “juicios
teológicos”, lo que no hizo más que provocar el rechazo de sus detractores, de
hecho es acusado por P. Dini de “entrare in sacrestia” y será en parte causa
del proceso de 1633 según nos dice Moisés González.
Galileo demuestra en estas cartas
su convencimiento acerca de la autonomía de la ciencia con respecto a la fe, no
va contra esta última sino simplemente delimita el campo de acción de cada una.
No pensaron así sus acusadores que consiguieron llevarle a juicio inquisitorial
y obligarle a abjurar de su principal tesis astronómica.
El error de esa condena no fue
reconocido por la Iglesia hasta octubre de 1992, siendo Papa Juan Pablo II;
habían pasado 359 años, 4 meses y 9 días.
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