sábado, 30 de enero de 2010

Diógenes de Sínope

En la entrada dedicada a la obra de Ambrose Bierce Diccionario del diablo ya apareció la figura del máximo exponente práctico de las doctrinas cínicas: Diogenes de Sínope.

Tenéis ahora la oportunidad de acercaros a la imagen del mismo que nos presenta el ensayista y profesor de filosofía Fernando Rodríguez Genovés. El artículo está publicado en la revista digital El Catoblepas; después de haber disfrutado del texto recomendado, os pido que os detengáis y exploréis por los distintos números de la revista, a los que se pueden acceder desde la misma página a la que conduce el enlace que os doy.
Asimismo os recomiendo una famosa canción del cantautor francés Georges Brassens titulada La mauvaise réputation, en el segundo vídeo la tenéis en la versión española de Paco Ibáñez y en el tercero cantada por Loquillo.
Sacad ustedes las conclusiones acerca de la relación entre la vida del pensador de Sínope -que a plena luz del día con un candil encendido decía buscar un hombre- y la letra de Brassens. Y si las queréis compartir..........pues id a comentarios.

martes, 26 de enero de 2010

Respuesta aristótelica a Zenón de Elea

En respuesta a la cuestión planteada el pasado 18 de enero en este blog acerca de una de las paradojas de Zenón a las que da respuesta Aristóteles, reproduzco un fragmento de la fundamental obra Los Filósofos Presocráticos que le debemos a G. S. Kirk, J.E. Raven y M. Schofield y que podéis encontrar en la editorial Gredos:

“La exposición aristotélica de este rompecabezas (conocido, a veces, como la Dicotomía) es breve y alusiva en extremo. […] Pero podemos extraer la siguiente argumentación [del planteamiento de Zenón]:

(1) Para alcanzar la meta, el corredor debe alcanzar infinitos puntos ordenados en la secuencia 1/2, 1/4, 1/8…
(2) Es imposible alcanzar infinitos puntos en un tiempo finito, por tanto
(3) El corredor no puede alcanzar su meta.


Aristóteles cree que podemos oponernos fácilmente a la conclusión absurda (3) rechazando (2): un tiempo finito es infinitamente divisible y un tiempo infinitamente divisible es suficiente para que el corredor recorra una distancia infinitamente divisible y alcance los puntos que señalan sus divisiones.

Aristóteles manifiesta en otro lugar […] un cambio de réplica. La solución anterior […] procura una adecuada respuesta “ad hominem” a Zenón. Pero (2) resulta más fácilmente rechazable, si se le reformula así:

(2’) Es imposible conseguir el objetivo de alcanzar infinitos puntos.

Aristóteles responde a la reformulación del argumento con la observación de que (2’) sería verdad sólo si “infinitos puntos” quisiera decir “infinitos puntos realmente existentes”; cree, sin duda, que, en ese caso, sería verdad, porque cree que sería imposible llevar a cabo un infinito número de actos físicos discretos con el valor de “contacto” o “entrar en contacto con” cada uno de una real infinitud de puntos. Pero de hecho supone Aristóteles una interpretación más débil de “puntos infinitos” es exigida por (1): el corredor debe recorrer una distancia finita dividida por una infinitud de puntos, cuya existencia es sólo potencial (i.e., una distancia, podríamos decir, que puede simplemente representarse, al modo matemático, dividida según las series infinitas 1/2, 1/4, 1/8…). Y si se adopta esta lectura más débil en (2’), (2’) es falso.

La segunda solución de Aristóteles ilumina las cuestiones fundamentales que suscita la paradoja y que siguen siendo aún objeto de debate interno e inconcluso. En particular, los filósofos no pueden determinar si la imposibilidad de completar la serie de un número infinito de actos físicos discretos (si realmente es imposible) es una imposibilidad lógica o meramente física, ni en qué consiste en cualquiera de los dos casos”.

G. S. Kirk, J.E. Raven y M. Schofield; Los Filósofos Presocráticos, ed. Gredos, páginas 387-9)

domingo, 24 de enero de 2010

Magritte (I)



En una entrada anterior hice referencia a las vanguardias artísticas de los primeros decenios del siglo XX. Entre las mismas resalté el surrealismo; pues bien, en la entrada de hoy aparece en escena un pintor, un artista, que supo crear un mundo distinto, una realidad desacorde con la visión cotidiana de la gente, rasgo que como ya comenté otorga de un poder fascinante al creador. Este pintor es René Magritte (1898-1967).


Hoy he comprado un libro sobre la vida y la obra de R. Magritte, está en la editorial Taschen y creo sinceramente que debería tener un hueco en toda biblioteca personal. Es un estudio directo y profundo sobre la producción de este artista belga y que permite al lector configurarse una idea del universo que presentan sus cuadros.


El autor de esta monografía de Taschen, Marcel Paquet, comienza presentando la vida del pintor belga desde su infancia, época en la que ya aparecen recuerdos de Magritte dignos de mención y consideración. Por poner un ejemplo, Paquet nos ilustra con la imagen de un Magritte infante en la provincia de Hainaut: “El más antiguo de ellos [de sus recuerdos] se refiere a una caja colocada junto a su cuna, que le parecía un objeto sumamente misterioso, causa de un sentimiento de extrañeza y desazón que a menudo hará presa de él durante su vida adulta y que también sabrá producir en los demás.”


Ya es interesante detenerse aquí, por un lado la importancia del recuerdo infantil y por otra la consideración hacia el misterio, hacia lo desconocido, hacia lo irracional. De hecho Paquet afirma: “En el fondo, su único estandarte fue siempre el misterio de las cosas del mundo, misterio que pertenece a todos y a ninguno”. Ese recuerdo de infancia, de la caja al lado de la cuna, parece señalar ya esa predilección, esa mirada hacia lo oculto al ojo de la cotidianeidad. Los grandes misterios de la vida están ocultos, como oculto está el contenido de un recipiente cerrado y no translúcido.


Dos comentarios sobre lo dicho. En un primer momento ese recuerdo infantil en un artista surrealista como Magritte, llevaría automáticamente a dirigir nuestra mirada a la teoría psicoanalítica de S. Freud, sin embargo, y esto es interesante, sabiendo que Breton y otros surrealistas deseaban la connivencia de Freud a la hora de relacionar arte y psiquiatría, Magritte desdeñaba los principios de la obra del autor de La interpretación de los sueños.


Por otro lado, mencionar de nuevo esa caja, la caja que de pequeño parecía inquietar a Magritte por no saber, por desconocer su contenido. Dicho objeto, la caja, me sirve para enlazar con otro surrealista, con el gran cineasta aragonés Luis Buñuel. En su película Belle de Jour, Buñuel juega asimismo con la imagen de una caja, una caja cerrada, que no muestra su contenido en ningún momento de la película. Cuando le preguntaban al director Buñuel acerca de qué es lo que había en el interior de esa caja, respondía que contenía lo que cada cual proyectara sobre ella, deseos, miedos, etc, objetivamente no había nada en concreto, la mente de cada espectador dotaría de verdad a ese espacio interior, haciendo ver, haciendo patente los recónditos y despreciados lugares de nuestra mente.

lunes, 18 de enero de 2010

Una aporía de Zenón

Los alumnos de Bachillerato, especialmente los de segundo curso, están ya familiarizados con la polémica ontología de Parménides de Elea. Dicha ontología tenía como principal finalidad presentar como absurda la información que de la realidad nos transmitían los sentidos, así de este modo aparecía como contraria a la razón tanto la existencia de la pluralidad en el mundo, como el cambio y el movimiento en el mismo. Hoy aparece en escena un discípulo de Parménides, se trata de Zenón de Elea, nacido en los primeros años del siglo V a.C.- ya que según el historiador de la filosofía W. Capelle “alrededor del 450, cuando visitó Atenas en compañía de Parménides, debía de tener cuarenta años”-.

Este Zenón –del que podéis buscar fácilmente información sobre su vida- es estudiado normalmente a través de sus famosas aporías, éstas pretendían servir de apoyo a las tesis de su maestro; tened en cuenta que según el DRAE una aporía es un enunciado que expresa o que contiene una inviabilidad de orden racional.

Os propongo lo siguiente, voy a hacer referencia a una de estas famosas aporías, la que es conocida como “la dicotomía” tal y como la enuncia W. Capelle. La persona que se anime a participar deberá buscar, y exponer a través de un comentario a la presente entrada, la solución que según Aristóteles desarma dicha argumentación del discípulo de Parménides.

El planteamiento de la dicotomía o el estadio es la siguiente: “Es imposible recorrer un trecho determinado en un determinado tiempo. Pues hay que llegar siempre hasta la mitad del trecho antes de llegar al fin. Pero antes de que se llegue a la mitad hay que llegar a la mitad de la primera mitad; antes de que se alcance ésta, hay que llegar a la mitad del primer cuarto, y así hasta el infinito. Todo trecho se divide, pues, en una multitud infinita de trechos pequeños. Pero una multitud infinita de trechos no se puede recorrer en un tiempo determinado”.

Imaginaros que un atleta debe correr los 100 metros lisos en un estadio olímpico, y aplicadle lo dicho.

Así que ya sabéis, decid ¿cómo rebate Aristóteles a Zenón este planteamiento que presenta como absurdo el movimiento?

Por cierto, el historiador que he citado, Wilhelm Capelle, tiene una muy recomendable “Historia de la Filosofía Griega” en la editorial Gredos.

miércoles, 13 de enero de 2010

La pata de mono.

La segunda entrada de este blog estuvo dedicada a un relato del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), la de hoy presenta una narración incluida en una “Antología de la literatura fantástica” recopilada por el propio Borges y dos compatriotas como fueron Silvana Ocampo y Alfredo Bioy Casares. El autor de la historia seleccionada hoy es el inglés W.W. Jacobs (1863-1943) y el título de la misma “La pata de mono”.

Siempre he creído que el placer/temor que nos embarga al leer este tipo de literatura es independiente de la creencia o no creencia en asuntos sobrenaturales.

Simplemente se debe disfrutar al pasear por caminos que se apartan de lo explicable, de lo sensible y nos conducen al terreno de la fantasía, entendida ésta como arma ancestral que le ha permitido al hombre la creación artística de orbes con coordenadas de realidad, de estructura, que escapan a los límites impuestos por la razón. Es, desde luego, una de las potencialidades más sugerentes de las artes; tomar la realidad y reflejarla dando el salto a través del espejo para mostrar ese lado oscuro, no racional al que nos place/asusta asomarnos de vez en cuando.

No olvidemos la conexión que algunos han querido ver entre esas representaciones metarracionales y el inconsciente freudiano. De hecho no es casualidad que un representante del surrealismo- inscrito éste dentro de las vanguardias artísticas de los primeros decenios del siglo XX- como el pintor español Salvador Dalí o el padre de dicho movimiento André Breton pretendieran, eso sí sin éxito, el reconocimiento de sus producciones por parte de Sigmund Freud.

En futuras entradas incidiremos en esta capacidad creativa que actualiza por citar un ejemplo paradigmático el pintor holandés Jerónimo van Aken –conocido como “El Bosco” (1450?-1516)-, precisamente Dalí llegó a considerar al autor de “El jardín de las Delicias” como el primer surrealista.
LA PATA DE MONO (W.W. JACOBS).
Disfruten de la lectura.

lunes, 11 de enero de 2010

Azul de Krystof Kieslowski

Ayer domingo – primeros copos de nieve en Sevilla desde hacía más de cincuenta años- volví a ver una película realmente especial. Insertada en el grupo de filmes que se encuentran indisolublemente unidos a mis años de universidad, “Azul” de Krystof Kieslowski es la primera parte de una trilogía que este director polaco dedicó a los valores de la revolución francesa, después vendrían “Blanco” y “Rojo” – completando así los colores de la bandera gala-.

Las tres películas tienen en común diversas características que las hacen dignas de permanecer en nuestra memoria cinematográfica: guiones bien elaborados, excelentes interpretaciones y un gusto exquisito a la hora de elegir banda sonora. Además las tres historias suceden simultáneamente, de hecho en ellas se entremezclarán personajes e incluso escenas desde distintas perspectivas de cámara.

Para que podáis acceder a una información detallada de esta trilogía os recomiendo el artículo titulado “CINE Y MÚSICA: LOS TRES COLORES DE LA BANDERA DE FRANCIA” cuyo autor es Ángel Riego Cue.
http://www.filomusica.com/filo11/3colors.html

He aludido anteriormente a la música de la trilogía, como muestra tenéis aquí un enlace con youtube en él podéis disfrutar de unas imágenes de “Azul” teniendo como fondo su banda sonora.

http://www.youtube.com/watch?v=YVCPoAjq4qg

Espero sinceramente que disfrutéis de los enlaces y de las películas.

sábado, 9 de enero de 2010

Diccionario del diablo

Por una cuestión de tiempo en la asignatura de Filosofía, ya sea en su primer curso o en el segundo, rara vez ha lugar para un desarrollo mínimamente pormenorizado de las llamadas “escuelas socráticas”, fundadas éstas una vez muerto, en 399 a.C., Sócrates. Aunque dichas escuelas tendrán su sitio en estas páginas, en la entrada de hoy simplemente nos remitiremos a dos términos relacionados con el pensamiento de la época referida; ironía y cinismo.

La ironía, unida a ese Sócrates personaje de las obras platónicas, es entendida como el modo dialéctico de mostrar la ignorancia de sus interlocutores que desarrolló el maestro de Platón y que reforzaba el mensaje traído de Delfos por su amigo Querefonte. En la actualidad el DRAE introduce como primera acepción de ironía la siguiente definición “burla fina y disimulada”.

Entre las mencionadas “escuelas socráticas” encontramos la denominada “escuela cínica” con la que relacionamos el nombre de Antístenes –como precursor del cinismo- y sobre todo el de Diógenes de Sínope.

Sirvan estos dos términos – ironía y cinismo- como presentación del autor al que realmente dedicamos la presente entrada y del cual recomendaremos una interesantísima obra; el nombre del escritor es Ambrose Bierce y el de su libro “Diccionario del diablo”.

Nacido en Ohio en 1842 Bierce tuvo una vida difícil, intensa, rica y dura. Tras una infancia durante la cual fue acercándose, por distintos motivos, a la más absoluta soledad luchó en la Guerra de Secesión, fue periodista, viajó por países como Inglaterra, Bosnia, Turquía (se enamoró profundamente de Estambul) y murió en Méjico luchando junto a las tropas del mítico Pancho Villa.

En la obra citada Bierce hace gala de una fina ironía mediante la cual pone en tela de juicio los valores de la sociedad de su tiempo, es interesante subrayar que esta obra se publicó en prensa por entregas, y que gran parte de la misma apareció reunida en un volumen en 1906 bajo el título El vocabulario del cínico. Dicho título, aunque no definitivo, provoca que al leer el diccionario venga a nuestra memoria la imagen de Diógenes el cínico, ambas figuras se entremezclan en la imagen de un espíritu contestatario hacia las costumbres, usos y moral que les rodearon.

Como ejemplo de lo que podéis encontrar en la obra del norteamericano citamos algunas entradas de su repaso en orden alfabético a conceptos claves de la circunstancia que le tocó vivir durante la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del XX:

Calamidad, s: Recordatorio evidente e inconfundible de que las cosas de esta vida no obedecen a nuestra voluntad. Hay dos clases de calamidades: las desgracias propias y la buena suerte ajena.

Cínico, s: Miserable cuya defectuosa vista le hace ver las cosas como son y no como debieran ser. Los escitas acostumbran a arrancar los ojos a los cínicos para mejorarles la visión.

Infortunio, s: Especie de fortuna que siempre llega.

Lío, s: Salario de la coherencia.

Rumor, s: Arma favorita de los asesinos de reputaciones.


Feliz lectura.

viernes, 8 de enero de 2010

Nietzsche y la música

Tanto los alumnos de primer curso como los de segundo conocen la importancia que F. Nietzsche le otorgó a la música. Aquí señalo una dirección que permitirá conocer una faceta, para muchos desconocida, del filósofo de Röcken.

http://www.nietzscheana.com.ar/musica.htm

martes, 5 de enero de 2010

Las ruinas circulares (J. L. Borges) -tomado de www.ciudadseva.com-.


Las ruinas circulares[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
09 Nov 2004
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lunes, 4 de enero de 2010

La verdad transparente de Camus (publicado en El País, sábado 2 de enero de 2010)

El autor se perfila, a los 50 años de su muerte, como uno de los grandes de su siglo

JOSÉ MARÍA RIDAO 02/01/2010


Albert Camus no dejó nunca de ser un escritor leído, pero sólo la publicación póstuma del manuscrito inacabado de El primer hombre, en 1994, derribó las últimas barreras que habían impedido considerarlo como lo que fue, uno de los más grandes del siglo XX. Las últimas barreras eran, en realidad, una sola: el anatema lanzado contra él por Sartre y su camarilla de Les temps modernes tras la publicación de El hombre rebelde, donde Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. La sobrecogedora belleza de El primer hombre, la novela en la que trabajaba cuando, el 4 de enero de 1960, le sorprendió la muerte en un accidente de automóvil, no fue ajena a este cambio en la apreciación de la obra de Camus, pero seguramente no lo explica por sí sola. Porque la principal aportación de El primer hombre a la obra de un autor que ya había publicado novelas indiscutibles como El extranjero o La peste iba más allá de su excepcional mérito literario: mostraba lo que en vida Camus jamás mostró, huyendo del exhibicionismo al uso entre artistas e intelectuales de todas las épocas; mostraba la experiencia íntima desde la que había concebido la totalidad de sus libros y de sus posiciones políticas y morales.

Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparecía desnudo por primera vez, sin las máscaras de la ficción o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pasó su infancia y primera juventud. El escritor que recibiría el premio Nobel en 1957 y al que poco después darían la espalda quienes ingenuamente había considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que sólo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversión cuando regresa de su trabajo de doméstica que contemplar en silencio la calle desde un balcón. Describe, además, al maestro que creyó en él y lo libró de abandonar la escuela para buscar un salario de huérfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo único que había eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, caído como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que él, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando murió y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasión hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitológico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y anónimos.

Era desde este mundo, desde esta experiencia íntima descrita en El primer hombre, desde donde Camus siempre había hablado. Las polémicas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posición, como aquélla en la que, refiriéndose a Argelia, aseguró que entre la justicia y su madre, escogería a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las páginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubría que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refería era, sin duda, la justicia; pero también la madre era la madre, no un recurso estilístico para subrayar el contraste entre los términos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolvía su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenzó a disiparse. Camus podía no ser un intelectual con sólidas bases académicas, según le acusaron, pero tuvo razón frente a sus contradictores bien pertrechados de títulos y posiciones universitarias. Tuvo razón, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero también al ser uno de los pocos escritores que, junto a Günther Anders y Karl Jaspers, condenó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la dirección de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los periódicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.

Hoy, a los 50 años de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.