miércoles, 27 de febrero de 2013

El existencialismo es un humanismo (fragmentos).


Aprovechando que en clase hemos prácticamente terminado el estudio de la selección de textos pertenecientes a Unas lecciones de Metafísica de J. Ortega y Gasset, y que hoy comienza el puente, a mis alumnos de primer curso de Bachillerato les brindo la oportunidad de disfrutar de la lectura de Jean Paul Sartre durante estos días sin clase.

Concretamente los textos se encuentran en la obra -en realidad una conferencia de Sartre dada a mitad de la década de los cuarenta del pasado siglo- titulada El existencialismo es un humanismo.

Feliz y provechosa lectura.



EL EXISTENCIALISMO ES UN HUMANISMO (SELECCIÓN). JEAN PAUL SARTRE.



Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia.

Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino.

En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.

El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define.

El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho.

Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.

(…) Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas.

Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. (…)

El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser.

viernes, 1 de febrero de 2013

¿Por qué la guerra? (II)


El pasado mes de diciembre escribí en este blog acerca de la pregunta planteada por A. Einstein, teniendo como marco un encargo de la Sociedad de Naciones, a S. Freud sobre la posibilidad de liberar al ser humano del destino que le une a la guerra. En aquella ocasión presenté de forma resumida la carta que incluía la citada cuestión, en dicho texto el premio Nobel de Física se aventuraba a esbozar un posible camino que nos condujera a la respuesta buscada.

Para esta segunda entrada he estimado oportuno esperar el tiempo necesario para llegar en mi temario de primero de Bachillerato a la explicación de la teoría psicoanalítica freudiana, y ahora, por tanto, es el momento de comentar la respuesta que el autor de “La interpretación de los sueños” escribe a Einstein en septiembre de 1932.

En su escrito, Freud, tras mostrar cierta sorpresa por la pregunta que se le plantea, explicita que dirigirá la respuesta a la misma hacia la perspectiva psicológica –como había intuido el propio Einstein-del conflicto bélico enraizado en nuestra naturaleza.

Como introducción se referirá sucintamente a la relación entre derecho y fuerza, tema que ya había tratado en “El malestar en la cultura” (libro publicado en 1930), la tesis que mantiene comienza señalando que en los albores de la humanida la fuerza física fue la única fuente de poder dentro de las protosociedades. Será posteriormente la razón, la que decante la balanza de los conflictos, esa razón -al servicio de la violencia- será también la que llegue a una primera victoria sobre la pulsión violenta, cuando disfrace de "respeto a la vida del enemigo" la apropiación, no la eliminación, del sujeto, del contrincante para el beneficio del victorioso.

Según Freud, en un episodio posterior de nuestra “evolución cultural”, la violencia, siempre presente en nuestra vida, se metamorfoseó en derecho. Es decir, las leyes, al fin y al cabo, no responderían más que al deseo de control por parte de una mayoría, que intenta así sofocar cualquier levantamiento violento -consustancial al ser humano- que protagonice cualquier individuo -una parte del todo que significa el grupo social-.

Al igual que en la entrada dedicada a la misiva de Einstein, aparece aquí el recuerdo de Thomas Hobbes, el británico vivió en primera persona el convulso siglo XVII de su nación, y ello lo persuadió de que la comunidad, la sociedad, debe luchar sin tregua contra uno de sus principales enemigos: la sedición.

Freud, sabe que esto plantea un problema, en la práctica el desnivel existente entre las condiciones de vida de los miembros del grupo, y la diversidad de grados de poder en el mismo, hacen peligrar esa teórica estabilidad; de ahí que, eso sí, sin creer realmente en ello, cite el proyecto bolchevique como modelo utópico de esa pretendida igualdad que eliminaría la violencia entre los hombres.

Aunque de modo algo ambiguo el autor introduce momentáneamente una diferencia entre distintos tipos de conflicto, dándole cierto respaldo a aquellos que han servido de origen a entidades políticas más amplias y que han conseguido una paz estable, aunque acto seguido reconoce que esas soluciones han tenido finalmente un límite temporal, así que tampoco se identifican con esa vía que nos lleve a la paz perpetua kantiana. Como uno de los ejemplos más cercano a nosotros en el tiempo de esta última consideración freudiana, baste recordar la génesis y destrucción durante el siglo XX de la antigua Yugoslavia, el propósito pacificador paneslavo de su creación y su trágico fin.

Pero la mayor aportación personal de Freud al tema tratado se da cuando expone brevemente su teoría de las pulsiones. El término pulsión, entendido como impulso connatural al hombre, y relacionado con lo más atávico de nuestro ser, se relaciona con la agresividad –e incluye aquellos que tienden a la destrucción- y con la sexualidad –albergando los que buscan la unión y la conservación-. Este primer y claro acercamiento es completado, complicado, posteriormente. En efecto, textualmente se nos dice que “casi nunca puede actuar aisladamente una de las dos clases de pulsiones”, he aquí un claro caso: en ocasiones nuestra conservación demanda la aparición de la pulsión agresiva. A lo dicho anteriormente debemos sumar la siguiente reflexión expuesta así en el texto “es sumamente raro que un acto sea obra de una única tendencia pulsional”.

Debido a ello, Freud reconoce que por ejemplo en el caso, tan repetido en la Historia, de la obediencia de la mayoría al llamamiento a la guerra de sus dirigentes, se mezclarían motivos tanto “nobles” como “bajos”. Por poner un caso, podemos pensar en guerras de religión, en las que se sumarían ideales de tipo religioso con tendencias destructivas inherentes al ser humano. Porque desde luego el autor es absolutamente diáfano cuando dice refiriéndose a los motivos normalmente ocultos que “seguramente se encuentra entre ellos el placer de la agresión y de la destrucción: innumerables crueldades de la historia y de la vida diaria destacan su existencia y su fuerza”.

Aquí esta el problema nuclear, la pulsión de destrucción que no es más que la pulsión tanática de autodestrucción proyectada al exterior, y además resulta necesaria para la conservación del individuo, para evitar su aniquilación. La solución estaría en una sublimación de la pulsión de destrucción -necesaria como hemos dicho- es decir la canalización o desvío que evite la propensión a la guerra. Conseguir, por lo tanto, satisfacer dicha pulsión sin que ello conlleve el ataque y destrucción de los otros individuos.

Resulta de enorme interés el espacio dedicado a una posible solución al problema central de la correspondencia epistolar, y que posee un marcado carácter platónico. Escribe Freud, “La situación ideal sería, naturalmente, la de una comunidad de personas que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón”. En términos propios del filósofo griego, esto significaría que nuestra parte racional (Lógos o Nous) dominarían –con la ayuda de la parte anímica (thymós)- hasta someterla a nuestra parte concupiscible (epithymía).

Freud, al fin y al cabo, lo que va a reconocer es que esa posible vía de solución al conflicto pasa por la “evolución cultural” que se da en el hombre desde “tiempos inmemoriales”. Enlazando de nuevo con temas tratados en la obra ya citada “El malestar en la cultura” observamos como la cultura progresivamente va actuando como aquietadora (mediante la fuerza de los valores morales) de las pulsiones del ser humano.

De forma paulatina, en opinión de Freud, el conflicto naturaleza-cultura se estaría decantando hacia la segunda, por lo tanto la moral y la conciencia-el superyó- irían fagocitando lo que de impulsos naturales primitivos fuera quedando en nosotros. Es una forma de explicare el fenómeno del pacifismo como se nos dice en el texto, la cultura provocaría así la mutación hacia una nueva naturaleza humana que rechazaría “visceralmente” la guerra.

La carta finaliza con la opinión de Freud acerca de que aunque no sepamos qué tiempo será necesario para que el pacifismo cale en todos los hombres al triunfar esta neonaturaleza, sí desde luego parecería una solución no utópica y por lo tanto factible.