jueves, 24 de octubre de 2013

Carta a Cristina de Lorena (Galileo Galilei).



Durante mi cuarto curso universitario, el profesor D. Juan Arana nos propuso a los alumnos la lectura de una serie de textos  -cuatro cartas y unos apuntes- de Galileo Galilei (1564-1642) recogidas por Alianza Editorial en un volumen bajo el título “Carta a Cristina de Lorena”. Cuenta además con una magnífica introducción de Moisés González.
Después de releer el citado libro este pasado verano, me ha parecido deseable su recomendación a quienes se acerquen a este blog, y asimismo presentar brevemente las claves de una polémica historia que conllevó finalmente en 1633 la humillación intelectual de uno de los más grandes astrónomos de toda la Historia.
La revolución científica nacida con el heliocentrismo copernicano supone uno  de los episodios más fascinantes de la historia del pensamiento. Actualmente en el temario del primer curso de Bachillerato, aprovechando la explicación de la noción de “paradigma” en Thomas S. Kuhn, incluyo un apartado acerca del desarrollo de la astronomía pre-copernicana desde el s. IV a. C haciendo finalmente también referencia al fundamental año de 1543. Sirva asimismo esta entrada sobre la figura de Galileo como complemento a dicho programa.
Citamos el año 1543 porque es en el que el polaco Nicolás Copérnico publicó (coincidiendo con su muerte) su “De revolutionibus orbium coelestum” traducida como “Acerca de las revoluciones de las esferas celestes”, en esta obra encontramos el giro heliocéntrico que significaría a posteriori el principio del fin del aristotelismo.
Posteriormente, durante la primera mitad del siglo siguiente, Galileo Galilei encarnaría el ideal de hombre de ciencia, que deseando sustentar la misma sobre las evidencias sensibles, contrastaba con la postura de aquellos que se resistían a admitir el fin de toda una concepción del Universo.
Galileo creyó firmemente en el nuevo modelo astronómico heliocéntrico, no solo como instrumento teórico para solucionar distintos problemas prácticos sino como reflejo real de la estructura de los cielos, asimismo estaba convencido de que también Copérnico lo concibió así en su obra.
Para apoyar sus ideas contó Galileo con una herramienta novedosa como era el telescopio, no inventado por él como comúnmente se cree aunque sí fuese el primero en utilizarlo dirigiéndolo al cielo. Gracias a dicho instrumento tuvo constancia de una serie de evidencias como las irregularidades de la superficie lunar, las manchas solares y la existencia de lunas que orbitaban alrededor de Júpiter, que contradecían principios básicos del aristotelismo; en concreto la perfección de las superficies solar y lunar, y el que todos los cuerpos celestes girasen en torno a la tierra.
Precisamente el científico se apoyará en esta clase de observaciones para enfrentarse a los que preferían mantenerse en la creencia geocéntrica únicamente obedeciendo al criterio de autoridad. Pero darle la razón a la visión copernicana suponía  no únicamente renunciar a dos milenios de aristotelismo, sino enfrentarse a una potentísima aliada del pensamiento escolástico: la Iglesia católica. Aquí está la clave del drama que tendría que vivir Galileo, no sólo se opusieron a él ciertos filósofos sino gran parte de la comunidad eclesial.
De hecho la polémica que aborda la obra que recomiendo hoy tiene como temática de fondo los desencuentros entre dicha institución y el científico que fue profesor en Padua, en concreto acerca de las verdades naturales: ¿dónde se encuentra la verdadera guía para llegar a ellas? ¿En la interpretación literal de las Sagradas Escrituras como pensaba la gran mayoría dentro de la Iglesia, o en la información de nuestros sentidos, estructurada con la ayuda de la razón como ya hemos señalado que proponía Galileo?
En la primera de las cartas, destinada ésta a D. Benedetto Castelli colaborador de Galileo, se hace referencia a un conocido pasaje de la Biblia (“Libro de Josué” X, 12-13) en el que se dice que Dios ordenó al Sol que se detuviese para alargar así un día. Este fragmento se solía presentar como prueba irrefutable para la defensa del modelo aristotélico-ptolemaico al presuponer el movimiento solar. Galileo no queriendo caer en herejía alguna negándole su autoridad a las Sagradas Escrituras, pero consciente de que la razón le dictaba una verdad incompatible, adujo que el problema podría hallarse en la interpretación literal que se hace del texto. Pensaba por lo tanto que no había contradicción entre su visión y el texto bíblico.
Como le dice, en otra carta, a Cristina de Lorena, es el deseo de “acomodarse a la capacidad popular” lo que subyace a los casos en los que la Biblia se expresa de modo tal que no es menester su interpretación literal. De hecho según el florentino dicha literalidad incluso nos haría ver ocasionalmente en el texto sagrado “no sólo contradicciones y proposiciones alejadas de la verdad, sino graves herejías e incluso blasfemias”.
Además Galileo añade en estas misivas que lo fundamental del mensaje bíblico gira en torno a aquellas cuestiones que son estrictamente necesarias para la salvación del hombre pero que sobre las cosas naturales, por ejemplo astronomía, que no se encuentran estudiadas con profundidad en el libro sagrado, el hombre debe seguir la guía que marquen sus sentidos y razonamientos.
En defensa de la ciencia Galileo cayó, como acabo de señalar, en el peligroso juego de pronunciar “juicios teológicos”, lo que no hizo más que provocar el rechazo de sus detractores, de hecho es acusado por P. Dini de “entrare in sacrestia” y será en parte causa del proceso de 1633 según nos dice Moisés González.
Galileo demuestra en estas cartas su convencimiento acerca de la autonomía de la ciencia con respecto a la fe, no va contra esta última sino simplemente delimita el campo de acción de cada una. No pensaron así sus acusadores que consiguieron llevarle a juicio inquisitorial y obligarle a abjurar de su principal tesis astronómica.
El error de esa condena no fue reconocido por la Iglesia hasta octubre de 1992, siendo Papa Juan Pablo II; habían pasado 359 años, 4 meses y 9 días.

miércoles, 16 de octubre de 2013

La moral kantiana y el mundo financiero de hoy



El pasado día 12 de octubre el escritor y economista venezolano Moisés Naím publicó un artículo en el diario El País titulado  “A qué le temen los banqueros”, en él nos recuerda que en estos días el mundo de la banca asiste a una serie de reuniones de máximo nivel –sobre todo para sus intereses- como las del Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) y el Banco Mundial (B.M.). Tras dar cabida en el texto tanto a las reticencias que dicho colectivo provoca en el ciudadano de a pie como a los problemas reales, que según el autor, aun tienen a la banca en una suerte de equilibrio sobre el abismo, Naím hace referencia cómo ciertos temas que protagonizaron en un pasado reciente dichas reuniones están dando paso a otros que en el presente se están imponiendo.

Deseo centrarme concretamente en una de esas cuestiones que de forma novedosa están ganando espacio en las agendas tratadas en la cúspide del mundo financiero; la desigualdad social, o como se nos dice en el texto “la inequidad económica”. De momento suena todo muy bien, pero claro, hay algo que se deja entrever en el texto y que será clave para esta entrada de blog, y es la posibilidad de que esa preocupación por la injusticia no nazca de un sincero deseo de equilibrio y justicia social por parte de los banqueros, sino que realmente lo que preocupase fuese dicho problema únicamente como fuente y causa de posibles revueltas y conflictos sociales que a su vez pudiesen hacer empeorar aun más la débil situación por la que atraviesan muchos países, y por ende acabar afectando a sus intereses.

De hecho el artículo finaliza de una forma realmente sintomática, en la que observamos cómo el sentimiento fundado en una “realpolitik” –la política pragmática pura y dura al margen de corsés teóricos y éticos- parece imponerse a una concepción moral del asunto del que se nos habla.

En dicho fragmento conviene reseñar la esencial importancia tanto de expresiones como  “no importa si…”  o como ese “lo interesante es…” para evidenciar que, en un primer momento, no es de la buena voluntad de lo que aquí se habla.

“Finalmente, una cuestión que surge cada vez con más frecuencia es la desigualdad. En los círculos financieros hay más conciencia de que la inequidad económica, la exclusión social y otros tipos de injusticia ya no pueden ser tolerados o encubiertos como en el pasado. Los banqueros no tienen soluciones para esto. Pero es muy llamativo que en las reuniones donde la principal preocupación es cómo hacer más dinero, ahora aparezca de manera recurrente la preocupación de cómo hacer para que la inequidad no se convierta en una fuente de inestabilidad.

No importa si esta preocupación se debe a que hay más conciencia social entre los banqueros o a su miedo a que los estallidos sociales perjudiquen sus negocios. Lo interesante es que un tema que antes no formaba parte de estas conversaciones ahora es omnipresente” (Moisés Naím)

 

Aprovechemos este planteamiento para recordar nociones básicas de la moral de I. Kant. La buena voluntad del hombre de la que nos habla el pensador de Königsberg (“Es imposible imaginar nada en el mundo o fuera de él que pueda ser llamado absolutamente bueno, excepto la buena voluntad” nos dice el filósofo) no puede estar en ningún momento dirigida por el interés. La buena voluntad actúa siempre “por deber”, y esto no significa más que la necesidad que tiene de respetar la ley moral que emana de la propia razón.

La ley moral que es universal, no admite la idea de un bien supremo establecido empíricamente (a posteriori) como el que quizás tengan las personas reunidas estos días en Washington –por ejemplo el beneficio particular de sus negocios financieros-. Kant sólo admite como realmente morales las acciones hechas “por deber” (y que respetan las distintas formulaciones del imperativo categórico) no las realizadas “conforme al deber” es decir, las que “aparentemente” cumplen con la moralidad, pero esconden realmente un miedo egoísta a indeseables consecuencias que nos afectarían personalmente.

Las formulaciones más conocidas del imperativo categórico (mandato moral no hipotético sino necesario) Kantiano, donde además se hace patente que nunca el interés propio debe ser motor de nuestras acciones, son las siguientes:

“Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal".

"Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio".

Por lo tanto, efectivamente, y sorprende en un primer momento gratamente, el problema de la desigualdad social se ha introducido en las reuniones de alto nivel de las que hablamos, pero cabe la posibilidad (espero sinceramente que no) de que no por una sincera, honesta y moral preocupación por los más desfavorecidos, sino simplemente por miedo a las consecuencias globales de manifestaciones y revueltas –no debemos olvidar las imágenes del Brasil (emergente) de este pasado verano durante la celebración de la copa confederaciones de fútbol-.

Añadir además, ya para finalizar, la importancia de la reflexión moral kantiana que nos impele a investigar el “cómo deben ser”  nuestras acciones y nuestro mundo, e intentar conseguir esa anhelada transición del deber-ser al ser; es decir no olvidar nunca el intento de hacer factible la utopía moral. Partiendo de un estudio a priori (condición para la universalidad) de la razón, llegar a una mejora del mundo factual de hechos en el que nos movemos a diario.

 Os dejo el enlace que os lleva al artículo completo de Moisés Naím:

martes, 8 de octubre de 2013

El Titanic de Joseph Conrad



JOSEPH CONRAD

EL TITANIC

 
El escritor británico de origen polaco Joseph Conrad (1857-1924) trabajó durante años como marino mercante, esa experiencia que impregna su obra literaria provocó asimismo que sintiera un vivo interés por la celebérrima tragedia acaecida en el Atlántico Norte el 15 de abril de 1912: el hundimiento del Titanic.

La editorial Gadir pone a nuestra disposición la posibilidad de acceder a dos textos de Conrad escritos para la English Review en el mismo año 1912. El volumen incluye un interesante prólogo de Fernando Baeta que subraya cuáles son los resortes que movieron al antiguo marinero a involucrarse en la polémica.

Ambos artículos rezuman saber acerca del tema tratado, el escritor inmerso durante años en el mundo del mar usa esa perspectiva privilegiada para realizar un verdadero examen moral acerca del ser humano y en concreto sobre una época que se asomaba a su fin.

El Titanic con sus 269 metros de eslora, su altura equivalente a once pisos y sus 52.310 de peso se erigió según Conrad en la representación material del orgullo y la soberbia humana. La historia del fin de la prestigiosa nave escondería, por tanto, una serie de muestras esenciales sobre la condición humana. En un mercado naval que todavía copaba los viajes entre Europa y América la lucha entre compañías por destacar sobre el resto se había convertido en una verdadera guerra, de hecho en esos años se concedía la famosa cinta azul (Blue Ribbon) a la naviera a la que perteneciera el barco que cruzase el Atlántico en menos tiempo.

La jerarquía axiológica de la que se hace eco el escritor británico es evidente, primaba la economía y el negocio, es decir el mercantilismo a ultranza; de hecho el Titanic, junto con otros dos navíos tenía como finalidad mejorar las finanzas de la debilitada White Star Line (compañía a la que perteneció durante su breve vida) que necesitó de inversores norteamericanos para llevar a cabo el proyecto.

La fórmula fue muy simple, aunar grandiosidad y lujo sin límites para atraer a las grandes fortunas del momento y obviar las sencillas, razonables y mínimas medidas morales y de ingeniería. Estas últimas en opinión de Conrad eran realmente simples, el desproporcionado tamaño y peso del barco se antojaron necesarios para albergar un verdadero “hotel de lujo” pero a la vez constituyeron una trampa mortal a la hora de navegar. Las morales son quizás las más conocidas para todos nosotros; no había botes salvavidas para todos, y existió una ignominiosa discriminación con la segunda y sobre todo la tercera clase a la hora de la ubicación y posterior evacuación del navío.

La idea básica que se desprende de estos escritos es la de una reflexión acerca de una noción acrítica de progreso. Conrad desarrolla una denuncia que podemos relacionar con la teoría crítica de Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor W. Adorno (1903-1969), la denuncia de las consecuencias de una creencia en las posibilidades casi sin límites de la razón con el fin de dominar la Naturaleza y así acrecentar el poder del hombre. Es dicha creencia la que parece dar síntomas de necesitar una reconsideración cuando la Naturaleza sigue mostrando su cara más desafiante como por ejemplo en la muerte de 1.517 personas en un naufragio como el del Titanic.

Sobre el devenir de esa concepción moderna de progreso, la teoría crítica nos advierte que el hombre puede alejarse del ideal emancipador y caer en una telaraña de la que le sea imposible salir –nos encontraríamos con la indeseable transición de la deseada liberación de los hombres a la alienación de los mismos-. Así, la historia de la gestación y del hundimiento del Titanic representarían el fruto de una razón meramente instrumental, que no tiene en cuenta, que no problematiza los fines perseguidos, dichos fines son tomados como absolutos y buscar e idear su consecución se convierte en lo único verdaderamente “racional”. Los artículos a los que me estoy refiriendo parecen ser una llamada de atención, que desgraciadamente no tuvo éxito alguno en su momento, Baeta en su prólogo nos dice: “La tragedia del Titanic no solo fue el hundimiento de uno de los sueños más grandes jamás creado por el hombre hasta entonces, fue por encima de todo, el violento despertar de una ambición, el naufragio de una época, el aniquilamiento de una forma de vivir y de ver la realidad”.

No olvidemos asimismo, y es interesante recordarla, esa imagen común de la navegación como símil de la vida del hombre, en este caso la descomunal nave podría representar a toda una concepción de la razón, de los medios y fines que el hombre considera en su vida. Por ello podemos usar la tragedia de 1912 como símbolo de un fin de época o incluso de siglo, no olvidemos que tan solo dos años después estallaría la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y que historiadores como Eric Hobsbawn señalan la Gran Guerra como el verdadero comienzo del siglo XX y de un nuevo periodo dentro de nuestra Historia.

Para finalizar únicamente quedaría plantear una importante cuestión: ¿qué ha aprendido el hombre, si efectivamente podemos hablar de algo, de los sucesivos naufragios a los que ha asistido desde ese “amanecer” del siglo XX?