jueves, 22 de noviembre de 2012

¿Por qué la guerra? (I)


Con el título “Por qué la guerra” la editorial minúscula publicó hace once años las cartas que se intercambiaron en el año 1932 Albert Einstein (1879-1955) y Sigmund Freud (1856-1939). La primera de esas misivas fue escrita por el físico en el mes de julio y en ella solicitaba de Freud una respuesta a esta pregunta esencial para nuestra especie: ¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?

Einstein desarrollaba así un encargo de la Sociedad de Naciones, que comprendía la elección de un problema para debatirlo con otra persona también determinada según su criterio. Pero antes de centrarnos en las citadas cartas analicemos brevemente la siguiente cuestión ¿Por qué esa pregunta sobre la guerra y por qué a Freud?

El físico nacido en la ciudad alemana de Ulm ya dio muestras de sus sentimientos pacifistas al estallar la I guerra mundial, pero esta perspectiva varió temporalmente a raíz del ascenso de Adolf Hitler al poder en enero de 1933 y el posterior expansionismo y antisemitismo germano. Einstein, que era judío, decide incluso años después escribir al presidente norteamericano F.D. Roosevelt con el fin de recomendar el uso de la energía nuclear con fines bélicos y así frenar la espiral de violencia desencadenada por Alemania. Esta carta provocó encendidas protestas de algunos correligionarios antimilitaristas por su cambio de opinión. Tras las terribles experiencias de Hiroshima y Nagasaki, Einstein volvió a convencerse de que el camino de la guerra era el más corto hacia la destrucción del hombre.

De Freud lo que esperaba era que sus conocimientos acerca de la mente permitieran arrojar luz sobre esos “obstáculos psicológicos” que impiden la erradicación del problema bélico, tal y como manifiesta Einstein en su carta.

Resulta de enorme interés una de las idea que en su escrito plasma el que fuera premio nobel de física, la creación de una autoridad supranacional que legislara y juzgara objetivamente a nivel mundial. Al fin y al cabo la idea de un gobierno y una justicia universal que impidiese que los conflictos entre naciones desembocaran en guerras. De todos modos Einstein se muestra realista, y sabe –en una línea casi idéntica a la que encontramos en el pensamiento freudiano- que para conseguir el respeto de los distintos Estados, esa autoridad global necesita de la fuerza, de la coerción; no son las ideas las que convencerían a los hombres sino la amenaza de la represalia y del castigo. Pero en aquellos años la Sociedad de Naciones (ni posteriormente la O.N.U. desde su creación) gozaba de la independencia, objetividad y fuerza suficiente para alcanzar ese ideal, de eso era consciente ya en 1932 Einstein.

La solución por tanto escribe “(…) pasa por la renuncia sin condiciones de los Estados a una parte de su libertad de acción o, mejor dicho, de su soberanía, y parece indudable que no existe otro camino para alcanzar esta seguridad”. Estas líneas nos hacen recordar a dos pensadores de la talla de de Immanuel Kant (1724-1804) y Thomas Hobbes (1588-1679). El primero en su opúsculo que lleva como título “La paz perpetua” ya abogaba por una federación de Estados como vía para alcanzar dicha paz, esa idea kantiana es la que subyació en el nacimiento de la Sociedad de Naciones en 1919 tras la I guerra mundial. Precisamente esa Sociedad de Naciones que estaba detrás de la iniciativa de Einstein de buscar en S. Freud la respuesta al problema de la guerra en relación a la naturaleza humana.

El segundo en su obra titulada Leviatán teorizó acerca de cómo el hombre transita del llamado estado de naturaleza al Estado organizado, es la situación de bellum omnia omnes (guerra de todos contra todos) que defina ese estado natural –aunque éste sea sólo una hipótesis explicativa- la que por un prudente egoísmo, por un egoísmo tamizado de reflexión, provoca la creación de las leyes y de todo el aparato estatal.

Pues bien, lo que Kant explica en su opúsculo es la necesidad de extrapolar lo sucedido a nivel individual al plano colectivo de los Estados, éstos deben salir de su estado de naturaleza –que hace que no cesen de enfrentarse- y crear esa federación supranacional que garantice la paz.

El problema que reconoce Einstein es, y de eso sabemos muchos los miembros de la actual U.E., la negativa de los países a perder cuotas de soberanía sin una fuerza que los obligue a ello.

Al final de la carta se acentúa la raíz psicológica del problema abordado, cuestión que motiva la petición de respuesta a un especialista como Freud. Dentro de este plano resalta el interrogante acerca del cómo las masas se ven convencidas por una minoría de que la guerra es necesaria en un determinadas ocasiones, cuando se sabe que la consecuencia de la misma siempre es destrucción, dolor y muerte. A ello se atreverá a afirmar el físico, prácticamente usando ya cierto aspecto de la teoría freudiana “La respuesta sólo puede ser: en los seres humanos anida la necesidad de odiar y destruir”.

CONTINUARÁ.

No hay comentarios:

Publicar un comentario