lunes, 19 de noviembre de 2012

Deudas con la vida (Javier Gomá).


Mis alumnos que han cursado estos años la asignatura de Ética de cuarto curso de secundaria, recordarán cómo se familiarizaron con el término griego eudaimonía (felicidad), y que tuvieron la oportunidad de conocer distintos modos de interpretar la misma. Este verano me encontré en el diario El País con un artículo, a mi parecer excelente, que versaba precisamente sobre esa perseguida idea de la dicha.

Me pareció especialmente interesante el halo estoico que envuelve la línea argumental del texto. Javier Gomá juega con el símil del deporte al hablarnos de la vida, de esa realidad radical orteguiana, y se muestra convencido de que el “fair play” –deportividad- es el único camino viable para acercarse a lo más parecido a lo que se ha llamado siempre felicidad. La deportividad se identifica con una “vida auténtica” que incluye una clara conciencia de lo que supone nuestro ciclo vital, conciencia que hoy en día parece ser una rara avis en nuestra sociedad. El motivo es claramente señalado, la progresiva pérdida de valor otorgada a la madurez, identificada ésta con la expulsión del paraíso de la juventud.

El citado abandono, y la negación de la necesidad biológica que actualiza la imparable transición por los distintos estadios vitales conllevarían, según el autor, una desagradable sensación de engaño, el sentimiento de que la vida nos adeuda todo lo que según nosotros merecemos.

Gomá, interpreta que es ese íntimo conocimiento de nuestra naturaleza, el que permite, si afortunadamente llegamos a dicho punto, alcanzar una senectud –como la de Céfalo, el personaje platónico- en la que no quepan esas “deudas vitales” que harían imposible acercarse a esa definición “adelgazada” de felicidad que se defiende en el texto.

Os transcribo, antes del artículo de Gomá, un fragmento del libro I de La República, en él Céfalo le habla a Sócrates de su opinión acerca de quienes se quejan de la vejez:

. ¡Por Zeus! Contestó: Yo, Sócrates, te diré qué opino [sobre eso]. Pues muchas veces nos reunimos en tertulia algunos viejos que nos encontramos en la misma edad poco más o menos, justificando el antiguo adagio. La mayoría de nosotros allí reunidos se lamentan, echando de menos los placeres de la juventud, recordando las delicias del amor, del vino, de los manjares exquisitos y otras satisfacciones del mismo género, y se afligen como si hubiesen perdido algunos bienes considerables, y de que entonces se vivía bien, y de que ahora ni siquiera se vive. Algunos también se quejan de los ultrajes de parte de sus allegados que, a causa de la edad, tienen que sufrir y, sobre eso, tienen siempre en boca que la vejez es para ellos la causa de todos sus males. A mí, Sócrates, me parece que ellos no aducen la verdadera causa; pues si ésa fuera la causa, yo también padecería esos mismos males, debidos a la vejez, como todos los demás que han llegado a esta edad. Por el contrario, yo he encontrado a quienes no obran de ese modo (…).





ARTÍCULO DE JAVIER GOMÁ: DEUDAS CON LA VIDA.

Cuando alguien te dice: “Voy a contarte un chiste buenísimo”, lo más normal es que, aunque sea gracioso, nunca te lo parezca tanto como te lo habían hecho creer con ese preámbulo. Peor es quien te pide lo que él califica de un “pequeño” favor cuando luego a ti no te parece tan pequeño pero temes quedar de mezquino si no le complaces. Parejamente, la “felicidad” es una de esas palabras fulleras cuya sola mención levanta expectativas excesivas que no pueden sino frustrarse toda vez que, al patentizar la diferencia que separa las resonancias grandiosas que evoca —un estado de plenitud sin fisuras— y nuestra situación real menos halagüeña, acaba sembrando la desolación y la desdicha por doquier. Esos buenos deseos de feliz navidad, feliz año o felices vacaciones que por costumbre nos intercambiamos en fechas establecidas no se cumplen nunca y ahondan el poso melancólico de nuestra alma. La felicidad es uno de esos conceptos fastidiosos heredados de nuestra gloriosa tradición cultural —de cuando el hombre participaba de la perfección del cosmos— que al individuo moderno, imperfecto y atribulado, le pesan como una carga angustiosa. Haríamos bien en desconfiar de quienes lo manosean demasiado o lo agitan como un señuelo. Si hemos de considerarlo todavía un concepto útil, no sería nunca un estado sino una dirección y una posición relativa. ¿Quién por ventura es (estado) feliz en este mundo? Nadie. En todo caso, uno se mueve hacia alguna clase de bien (dirección) y se juzgará más o menos satisfecho si avanza hacia él o se aleja. Forzado a dar una definición de la felicidad —una vez sometida a una dieta de adelgazamiento semántico—, la mía sería ésta: feliz es quien no tiene deudas con la vida.

El ciclo vital de un hombre se compone de varios estadios: infancia, adolescencia/juventud, madurez, ancianidad. Ninguno tiene el monopolio de lo humano pero representa una variación auténtica de lo mismo. En cada una de esas etapas el hombre ha de buscar no tanto la enfática felicidad sino, con más llaneza, ese momento propicio que los griegos llamaron kairós y que podría traducirse libremente como su “enhorabuena”. Al niño, al joven, al adulto y al anciano les conviene hallar y disfrutar todo lo posible la específica “hora buena” que posee el estadio que están atravesando. Con todo, los griegos denominaron acmé (y los romanos floruit) a la edad madura en la que hombre y mujer, habiendo acumulado ya suficiente experiencia, se encuentran en la plenitud de sus capacidades. Tras el acmé se inicia ese descenso de plano inclinado en el que lo negativo prevalece sobre lo positivo hasta la oscuridad final de la muerte. Pero incluso esta es más soportable si uno tiene la fortuna de llegar a la ancianidad como los antiguos patriarcas, “colmado de años”, tras completar exitosamente el ciclo vital y sin grandes deudas con la vida. Quien haya aprovechado cada uno de los momentos propicios que la vida le depara —esas horas buenas exclusivas de cada estadio— tendrá una disposición más favorable a aceptar con deportividad sus postrimerías: aunque la muerte no dejará nunca de ser para él un mal, se tenderá a contemplarla como un ingrediente necesario de la ley de vida, algo relativamente íntimo a todo lo viviente cuando ha alcanzado su natural desarrollo.

La deportividad —la aceptación de las reglas de juego y de las victorias y derrotas que sobrevienen de su aplicación— parece, en efecto, la actitud adecuada para el vivir, siempre que no se olvide que la vida es deporte de algo riesgo. Y como siempre que se practican estas actividades arriesgadas, acaba uno sufriendo lesiones (las heridas de nuestra mortalidad). “Hay gente que es mejor que su vida”, se lee en Los Thibault, y esta gente suele pensar que con ellos la vida ha roto las reglas, como la protagonista de El despertar, la novela de Kate Chopin: “No estaba desesperada pero tenía la impresión de que la vida le pasaba de largo, rompiendo e incumpliendo todas sus promesas”. Y, ante tal incumplimiento, nace el sentimiento de deuda, de que la vida nos debe algo pendiente de cobro.

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