martes, 31 de enero de 2012

El escepticismo pirrónico


Me gustaría introducir la presente entrada con una anécdota sucedida hace unos años, dos o tres a lo sumo, cuando yo era estudiante de la facultad de Filosofía de Sevilla. En la asignatura de Filosofía Griega, impartida por D. Marcelino Rodríguez Donís, estábamos tratando el escepticismo pirrónico, y en un momento dado nuestro profesor hizo referencia a la historia que narraba cómo Pirrón de Elis (360-270 a.C.) en una demostración y ejemplo de insensibilidad e impasibilidad se mostró absolutamente indiferente ante la imagen de su maestro Anaxarcos que había caído a un pantano y daba muestras de sufrir cierto apuro. Pirrón no lo socorrió y Anaxarcos le felicitó por su actitud consecuente. Todavía hoy cuando amigos presentes y yo lo recordamos nos hace reír bastante pensar en la escena del pantano.

Este relato, muy probablemente ficticio, me sirve como excusa para hablar más detenidamente, ya que sí ha aparecido mencionado en este blog, de ese “mal amigo” originario de Elis. De él apenas se sabe nada, y se nos dice que nada escribió salvo un poema dedicado a Alejandro Magno. Probó suerte con la pintura, pero las noticias que nos han llegado nos dicen que era bastante malo. Importante también recordar que Pirrón y Anaxarcos formaron parte de la campaña de Alejandro en Asia, allí tuvo contacto con los sabios indios llamados en griego gimnosofistas (ya que iban completamente desnudos), esa actitud de distancia y desapego, esa sensación que paz y tranquilidad que transmitían dichos sabios parece que caló en nuestro Pirrón de Elis.

Como en las dos escuelas principales de la filosofía helenística (epicureísmo y estoicismo) el pensamiento pirrónico tendrá una meta marcadamente moral, claramente práctica. En una época difícil y convulsa como la que viven los helenos tras la muerte del gran Alejandro, lo que el hombre necesitaba era un punto donde apoyarse, una guía, una estabilidad que supusiera un contrapeso a la inseguridad en la que vivía en tiempos de crisis. Para alcanzar esa tranquilidad de ánimo, esa ataraxía, había que desarrollar primero un criterio teorético.

El citado criterio nos retrotraerá al celebérrimo “sólo sé que no sé nada” emparentado históricamente con la figura de Sócrates, el reconocimiento de la propia ignorancia llevada a gala –con mayor o menor ironía- por el maestro de Platón se ve reflejado curiosamente en un pensador antidogmático como Pirrón. Este último abogaba al parecer por la suspensión del juicio (epoché) y la no aserción (aphasía) en relación a lo que fuera la realidad en sí, es decir la verdad en sí. Se trata este de un escepticismo distinto del que frente al dogmatismo, simplemente defiende la imposibilidad del conocimiento, ya que el saber de carácter objetivo se nos torna inalcanzable debemos renunciar a él, este escepticismo (no pirrónico) tendría en común con el dogmatismo la ubicación central del ideal de un conocimiento especular de la realidad en sí.

La posición pirrónica, que nos conducirá a la tranquilidad, se fundamenta en la relatividad de las percepciones, lo conocido por mí está mediatizado e indisolublemente unido a mi subjetividad espacio-temporal (en griego “trópos”), conozco lo fenoménico, pero no lo nouménico (os suena a Kant ¿verdad?). Siglos después del pensador de Elis, Sexto Empírico en las Hypotiposis pirrónicas dirá “Así puesto que el escéptico establece que todo es relativo, es evidente que no somos capaces de decir lo que es cada objeto en sí y en su pureza; sino únicamente lo que es la representación en tanto que relativa”.

Como consecuencia no se nos aconsejará la inacción, la parálisis, sino el sometimiento a los fenómenos y la convicción del valor relativo del conocimiento. Es decir, la sképsis (término griego que significa indagación y del que deriva el español escepticismo) sin fin muestra la inexistencia de verdades absolutas.

Quizás en una libre y moderna (o postmoderna) interpretación podríamos acoger las tesis del viejo (o no tanto) Pirrón a la hora de sospechar de aquellos que asientan su mirada en realidades y verdades monolíticamente seguras y que rehúsan el auténtico diálogo socrático que pretendía encontrar una verdad común e interpersonal.

Olvidando, evidentemente, hoy en día la defensa de un relativismo absoluto, sí convendremos en el deseo de una relativización de los férreos dogmas que dificultan la comprensión entre los hombres y fundamentan situaciones de opresión, desigualdad y ceguera.


No olvidemos la posibilidad hoy defendida por diversos pensadores de sostener una convivencia plurióptica sobre una base común en relación a los derechos inherentes a las personas.


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